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Nuestra civilización se ha convertido en una fila. Filas, filas y más filas, que ponen a prueba la paciencia de quien carece de ella (es ... mi caso) y te invitan a meditar sobre la triste condición del ser humano contemporáneo: más que ciudadanos, somos contribuyentes. O consumidores, como se puede observar en esa apoteosis de la fila que es la Navidad, festividad contra la que nada tengo: al revés, ojalá cada día fuera obligatorio divertirse. Lo habitual, por el contrario, reside en deambular por la vida teniendo presente la maldición bíblica: en efecto, transitamos por un valle de lágrimas. Imposible contener el llano si peregrinas estos días por la zona cero. Imposible no hacer tuyo el infortunio de tantos congéneres mientras haces fila para comprar una colonia, para tomar el autobús atestado o para circular por la V-30 o el haz de vías que forjan esa subida al Gólgota tan valenciana llamada atasco. Otra prueba para mi paciencia.
Hay filas incluso ante la puerta del Banco de España, lo cual es llevar al culmen nuestra pobre condición de reses pastoreadas por una mano invisible. El periodista que uno lleva dentro hace lo que mejor sabe: preguntar. ¿A qué se debe esa nutrida fila ante las ventanillas? A las estrenas, le responde una amable trabajadora de la imponente sede de la calle Barcas. ¿Estrenas? «El aguinaldo valenciano»: aclaración para forasteros indoctos en las costumbres locales. Y, en efecto, me admiran estos venerables abuelos que practican el protocolo navideño allegando a los nietos su particular versión de la estrena: estrenarán por partida doble. Billetes recién impresos, limpísimos, relucientes, que brillan incluso desde la distancia donde uno espía esta desconcertante escena. En la ventanilla aledaña, otra fila: vecinos de la zona cero acuden a cambiar sus maltrechos billetes por moneda de curso legal. La vida, con sus luces y sus sombras, en el mismo parpadeo. La vida que viene sin instrucciones de uso y casi siempre sin aguinaldo.
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