Éramos indestructibles

Y entonces tengo que detener mi paseo. Me siento en un banco de avenida Reino de Valencia a escuchar con otros oídos el viejo hit de La Habitación Roja y encuentro en su letra el presagio del apocalipsis que nos visitó el 29 de octubre. Siempre me pareció una canción de amor, dirigida a un destinatario borroso, indescifrable. En la renovada escucha, guía mi paseo con una energía superior para mi alicaído espíritu porque identifico su genuina sustancia. Es una carta de amor, en efecto, pero hacia nosotros, tristes testigos de una tragedia imposible de abarcar y también de aceptar. Nos creíamos indestructibles y éramos sin embargo campo abonado para la incompetencia, la estupidez, la mala baba reinante. No lo recuerdan ni los viejos del lugar, no había indicios, ninguna señal. Y caímos como piezas de un dominó, tarareo a la altura del Palau: de la calle Caballeros a la avenida Blasco Ibáñez, media hora de doloroso paseo que muere en la sede de la Confederación, ante cuya puerta canto para mis adentros esa estrofa que invoca la fuerza que nos mantendría unidos ante el más fatal de los destinos. Y le doy la razón al letrista: todo me duele tanto que no se podrá borrar.