El mensajero bibliófilo

Verano del 83. En la Companía del Cable Hertziano donde presto servicio militar, dedico las largas tardes de holgazanería para perpetrar en unas cuartillas un ... esbozo de novelita que si hoy la leyera seguro que me avergonzaría, con la mala (o buena: ya se verá) suerte de que esos papeles caen en manos del cabo primero Abad. Movido por la curiosidad, se pone a leerlos pero en vez de imponerme una noche en el calabozo, me da una orden: «Prosiga, Alacid». Cada tarde se pasa por la camareta para espiar mis avances y darme su parecer, que tiende a ser sobresaliente, y se queda tan embobado con la lectura que pasa a la siguiente pantalla, la siguiente orden: deberé transcribirle las cartas a su novia con algo más de gracia que la suya, la propia de un torpe escribano. Doble orden resultante: escribir sólo para él mi novelita y redactar luego las cartas donde forjó su idilio, incluyendo alguna frase calificada X (que también hoy me ruborizaría). Fue mi primer lector. Ninguno tan agradecido como él.