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El escritor R. se pasó una temporada aplicado a un ejercicio de flagelación a su corazón tan valenciano consistente en recorrer la ciudad en moto cada día según un itinerario muy particular: alfabético. En su viaje de ida y vuelta por nuestro nomenclátor, anotaba de ... la A a la Z en su dietario una entrada correspondiente a cada visita, un texto poco elaborado, semifurtivo. Casi un haiku, donde resumía cómo latía su espíritu cuando visitaba tal o cual calle y cómo se disparaba su depósito sentimental. La vuelta a Valencia en moto tenía como meta la calle Zurcidores, donde le nacieron, lo cual resultaba muy coherente, porque casi todo en nuestra vida gravita alrededor de nuestro propio ombligo. También cada viaje.
Su proyecto cesó cumplida la mitad del alfabeto pero sirvió para activar en mí una curiosidad similar. Desde que R. me contó su aventura, paseo por Valencia como un alguacil, supervisando las placas que adornan nuestro callejero: una fuente de información castiza y un punto bizarra, porque la nomenclatura depende del capricho de algún funcionario municipal que tan pronto escribe Chiva, por ejemplo, como Xiva. Tal vez para despistar a los forasteros. Una gracia valenciana de la que soy fan, como lo soy de cierta calle que salió una tarde a mi encuentro mientras seguía la ruta del escritor R.: la calle El Peso de la Harina, legado del tiempo en que el pan era la medida de todas las cosas, el patrón oro de la economía doméstica. Hoy, la harina se bate en retirada y su peso apenas vale nada, una metáfora muy acabada de la preocupante evolución de nuestra civilización. Pero hubo una edad remota, cuando la báscula dictaba sentencia (y no hablo de la operación bikini), en que esa calle tuvo todo el sentido. Su nombre ayudaba a orientarnos por la ciudad y también por la vida. Era una invitación a dar valor a las cosas que lo tienen de verdad: por ejemplo, ver cómo atardece Valencia apostado en el callejón llamado El Peso de la Harina. O añorar el sabor del pan de antes.
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