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Cada cual interioriza las vicisitudes de todos los días según una lógica que ni siquiera uno mismo entiende: secretos del corazón, incapaces de resolver por ... qué nos impacta más esto que aquello. También cuando nos golpea una tragedia como la del infausto 29 de octubre tendemos a digerir tanto horror de acuerdo con procesos igualmente misteriosos: habrá unanimidad en llorar a los 223 muertos y en preocuparnos por el cruel destino que se adivina para los tres desaparecidos, pero luego el consenso se borra. Hay quien se inquieta por la salud del vecindario de la zona cero, expuesto a la insalubridad que trajo la riada, hay quien dará prioridad a recuperar para la normalidad la vida escolar o quien se espantará ante el frío invierno que se avecina para tantos negocios. No faltarán almas sensibles preguntándose qué será de librerías y bibliotecas, cómo superará tanto dolor la franja de más edad de nuestra tribu, cómo explicar este apocalipsis a los más pequeños o cuándo se restaurará la moral colectiva, hoy abatida.
Yo también me hago esas preguntas mientras cambio la dirección de mis pasos y desde Valencia cruzo ahora hacia las poblaciones vecinas. Aldaia, Picanya, Paiporta, Chiva... Y añado a esas dudas que me encogen el espíritu como a cualquiera una preocupación reciente: al pie de la pista de Silla reparé en una silla vacía, valga la redundancia. Había superado la crecida del Poyo vecino y apoyada junto a un malherido muro esperaba la llegada de su ocupante habitual, una de esas pobre chicas que se ganan la vida de mala manera. Llevo días pensando en la inquilina de ese asiento embarrado, cojo de una pata. Qué habrá sido de ella: una pregunta que me estremece porque no quiero pensar en la respuesta. Un compañero de esta casa a quien participo de mis cuitas dice que el otro día vio a una de estas infortunadas mujeres de guardia en un arcén de Catarroja y vuelvo a sentir un escalofrío: confirmo que también de esta crisis vamos a salir peores.
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