Vidas al límite

Una mujer llamada Josefa llega por la huerta de Vera empuñando el bastón (ella lo llama garrote) y negando su condición de octogenaria con un ... verbo y una vitalidad envidiables. Viene de dormir en su piso de la Malvarrosa, cuenta mientras pasea hacia su auténtica casa, emboscada entre los cultivos dominantes. ¿Te gusta el olor a estiércol por la mañana? Pues aquí hay para hartarse, aunque el vecindario tiene la pituitaria adormecida y sigue a sus cosas como si nada. Vicente, otro octogenario de aire juvenil (por aquí beben en la fuente de la eterna juventud), saluda desde la puerta de su hogar, al pie de un magnífico platanero que, en efecto, regala unos manjares impresionantes que también saludan desde la cumbre del árbol. «Mejor que los canarios», informa. Cruza entonces una mujer con el carrito de la compra, en dirección a esa esquina aledaña, donde Valencia opera como tal y deja de ser huerta y pueblo a la vez. Surcan este camino vehículos de potente cilindrada, procedentes del sector dominado por el 'skyline' que dibujan los edificios del Politécnico (así, en masculino), rivales de otra silueta que allá al fondo hace frontera: la formada por los edificios de la Patacona, con los tanques de la bodega Vinival como desconcertante icono de un espacio embriagador, no sólo por el aroma a estiércol. Aquí Valencia ejerce de sí misma, apoteosis de su condición mestiza. Así como otras ciudades avanzan según un cierto plan, la nuestra crece por acumulación: agita su perfil cosmopolita sin olvidar su raíz huertana, como recuerda esa barraca aislada en un jardín frente a los rascacielos que rodean el hospital de La Fe. Un abigarramiento mediterráneo, propenso al caos, nublado por la vecina presencia del drama: al otro lado del Turia persiste el dolor, un eco sin embargo lejano por los caminos que circundan la huerta de Vera. Digo adiós a Josefa, me despido de Vicente y enfilo hacia Algirós, donde me espera otra epifanía: una matinal de tangos bailables.