Los «cuatro trocicos» de Gestalgar
JUANJO BRAULIO
Domingo, 16 de febrero 2025, 00:01
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JUANJO BRAULIO
Domingo, 16 de febrero 2025, 00:01
Eran, como dicen en Gestalgar, «cuatro trocicos» que, entre todos, apenas superaban la hanegada, sobre los que resistían -viejos, cansados y muchos de ellos también ... enfermos- alrededor de doscientos naranjos que plantó mi bisabuelo Isidro en los años posteriores a la riada de 1957. Entonces, el Turia se llevó por delante las huertas que bordeaban su cauce y que hasta aquel momento servían para el cultivo de hortalizas y legumbres para consumo propio de los habitantes del pueblo. Tras la catástrofe, y con el dinero proveniente de préstamos gubernamentales -que no ayudas a fondo perdido- se transformaron en campos de cítricos. Mi madre siempre cuenta que su abuelo dudó hasta el último momento para suscribir el crédito ante el temor de que aquella aventura de las naranjas saliera mal y no fuera capaz de devolver el dinero. Sin embargo, las décadas de los 60 y los 70 fueron la edad de oro del sector citrícola y los «cuatro trocicos» permitieron a mi bisabuelo devolver el préstamo y que a mi abuelo -que también se llamaba Isidro- le fueran las cosas un poco mejor con el ingreso extra que la venta de la cosecha en la Cooperativa producía todos los años.
A partir de los 80, los «cuatro trocicos» eran, por cuestión de herencias, más pequeños y, por lo tanto, menos rentables. Pero aun así, seguían aportando algo a la economía familiar. Tanto que, incluso ya en los 90, generaban lo suficiente como para pagar cada año la matrícula del CEU San Pablo donde servidor de ustedes estudió la licenciatura de Ciencias de la Información.
Sin embargo, a mediados de la última década del pasado siglo, los precios se desplomaron, los costes se dispararon, el virus de la tristeza diezmó los campos, la mosca de la fruta las calidades y las variedades allí plantadas ya no tenían el mismo valor comercial. A todo ello se sumó la despoblación y, conforme desaparecía la generación de mi abuelo que cuidaba aquellos bancales, las zarzas se comían los campos y las cañas los ribazos del río. Solo las explotaciones más grandes continuaban, a duras penas, mientras mi padre y yo manteníamos, como podíamos «los cuatro trocicos», más por sentimiento (y por hacer algo juntos) que porque fuera rentable. De hecho, no lo era en absoluto. Cada sábado o domingo para ir a esclarecer -que así se define en Gestalgar la poda-, regar o abonar costaba dinero para, cuando llegaba la cosecha, regalar las naranjas a familiares y amigos para que no se pudrieran en el suelo.
Mi padre murió en el 2020. Junto a mi cuñado Pedro y mis sobrinos Guille y Mateo, seguimos cuidando los «cuatro trocicos» hasta el 29 de octubre, cuando el manso y transparente Turia se convirtió en un monstruo indómito y marrón que destruyó toda la huerta gestalguina. Sé que sería tan inútil como ruinoso volver a plantar y reponer el riego por goteo porque, para este tipo de minúsculas explotaciones familiares sin escrituras ni IAE, no hay ayudas, pero ¿saben qué? Lo haré porque tengo clavados en el alma los «cuatro trocicos». En el alma.
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