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Cuando muere un gran escritor, se lo recuerda de manera más o menos intensa durante unos días, sus libros vuelven a despacharse durante una o ... dos semanas, y luego, poco a poco, el polvo del olvido se va posando sobre ellos. Salvo excepciones contadas, la inmortalidad literaria es una ilusión a la que no conviene hacerse. Y sin embargo, cuando el literato deja de ser noticia y tendencia, su obra sigue viviendo en quien la leyó.
Tras la muerte de Vargas Llosa, todos los que en sus libros encontramos estímulo e inspiración pensamos en cómo rendirle homenaje, más allá de la somera y siempre fugaz pleitesía de los telediarios. Y para ello, nada mejor que recuperar alguno de sus títulos, someterlo a relectura y ver cómo había resistido el paso del tiempo. A este lector no le cupo duda a la hora de elegir: en el recuerdo, subsistía con particular intensidad la huella de la lectura casi adolescente de 'La Casa Verde' (1965), una de sus novelas más arduas y quizá menos frecuentadas. Forzoso fue sumergirse en sus páginas, regresar a Santa María de Nieva y a los poblados de los aguarunas, o a Piura, donde don Anselmo, misterioso forastero y tocador de arpa, montó el prostíbulo al que los piuranos habían de bautizar como la Casa Verde.
A veces, volver a lo que un día nos impresionó conduce a la decepción. No ha sido este el caso. 'La Casa Verde' sigue siendo una narración vigorosa e hipnótica, una epopeya sobre el lugar de los hombres -y las mujeres-, sobre la fiebre que los empuja -también a ellas- y sobre las debilidades que los arrojan a la desgracia y a provocarla a su alrededor, sin omitir en el camino el destello efímero pero poderoso del goce de existir. Su forma es exigente para el lector, con una estructura en la que todos los tiempos se mezclan en uno solo y un lenguaje preñado del léxico característico de los escenarios donde transcurre la acción. Se teme uno que demasiado difícil para el gusto del lector de hoy, más acostumbrado a la linealidad, la claridad y el deslinde de momentos y asuntos. El propio Vargas Llosa, en sus novelas de décadas posteriores, aligeraría estas torsiones narrativas.
Y sin embargo, brilla en ella su maestría para administrar el misterio -que a veces no está delante, sino detrás de uno- y una rara modernidad a la hora de narrar la explotación sexual. La mujer prostituida, la indígena a la que apodan la Selvática, es un ser inerme manipulado por un hombre ruin. La vida en su crudeza desnuda: sin edulcorantes, con más pena que gloria.
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