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Allí no hubo ningún 'caído por Dios y por España', como aún se ve en antiguas fotografías del admirado Paco Jarque. Allí no existían odios, porque todos compartían la pobreza, unos olivos, un pedazo de huerta, unos almendros...
«Hay guerra», anunció alguien. Pero nadie ... exigió libertad e igualdad porque ya las poseían. Dos veces se presentó un coche con forasteros que llevaban pistolas en el cinto. «¿Quién os estorba aquí?», preguntaron. «Nadie». «Pensadlo bien, porque pasaremos de nuevo».
Cumplieron la promesa. «¿Quién os da pena?». La tía María, muy bizarra ella, se hizo portavoz de la aldea. «Todos los que 'habemos' nos hacemos falta».
Los forasteros sacaron las imágenes de la iglesia y ordenaron: «Hay que pegarles fuego». «¿Por qué?». «Porque todo es una farsa. Los hombres, que traigan leña y hachones o sufrirán las consecuencias».
Ardieron los santos mientras las mujeres rezaban en voz bajita y formulaban votos de reivindicación.
«Te llevaré dos velicas que encenderé delante de la estampa que tengo escondida».
«Te rezaré un rosario aunque cuente con los dedos».
Le fueron muy fieles a san Roque, el patrón. En agosto continúa celebrándose la procesión con ramos de margaritas silvestres y de albahacas rodeando al peregrino de la llaga en la rodilla. Sigue la misa anunciada con la campana que nadie pensó en quemar. Y las mujeres hacen los rollicos amasados con harina, aceite, azúcar y huevos. Los rollicos, como están benditos, porque el cura traza la cruz y echa gotas de agua bendita, se conservan todo el año, guardados en un cajón del aparador, bien envueltos con una servilleta blanca.
La aldea del Oro, en Cortes de Pallás, sin ningún 'caído', sin ningún rico, es como un poema con sabor a mermelada de melocotón, la que elaboran las vecinas con azúcar y un poco de anís. Un poema para leerlo a la sombra de los chopos y las acacias, contemplando cómo se recrea la aldea en la cuesta que desciende por hondonadas con pinares.
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