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Andaría por los cuarenta años. Su sonrisa era triste y sus pómulos pronunciados. Caminaba suavemente y nunca sabías cuándo se acercaba por la espalda, de manera que si no te miraba al hablarle, ni te escuchaba; quizás suspiraba y decía: «¡Ay, Señor!», convencida de que ... tú tampoco la oías. Carmen atendía el bar, la fonda, la carnicería y el estanco. El bar era grande y destartalado, con las columnas pintadas de colores, con sillas de madera y enea faltas de un buen remiendo. La sala, de techo muy bajo, se iluminaba pobremente, tenía un televisor al que nadie atendía y una cuna de plástico azul llena de juguetes mutilados. A uno le faltaba un brazo, a otro, una pierna, a un tercero le habían dejado tuerto. Era la cuna del hijo pequeño de Carmen.
Antes de las siete de la mañana llegaban los primeros viejos que marchaban a los campos. Ataban el macho a la verja del cuarto destinado a la carnicería, entraban al bar y pedían: «Carmen, la copica». «¿A trabajar?», preguntaba. «A ver..., a trabajar». Los viejos dejaban una peseta en el mostrador y se largaban. Luego vendrían las mujeres que compraban la carne, mientras los cántaros se llenaban bajo los chorros de la fuente.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
Gente del Valle de Ayora , publicado por Editorial Prometeo en 1975
- Oye, ponme una cortadica para hacer un guiso; que sea tierna - pedía una vecina.
- A mí, unos huesos para un caldo -decía otra.
De repente se escucharon los pasos del hijo que descendía de dos en dos peldaños por la escalera, gritando: «¡Soy un mal nacido!..., ¡un mal nacido!...» Carmen se acercó, pero él la rechazó de un manotazo.
«¡Ay, Señor!, yo no vivo, no duermo espiando su habitación, y si desaparece, lloro y lo busco en las eras, en el monte. Olegario, ven con tu madre, le pido, Olegario, ven a tomar leche y galletas, como cuando eras chico».
La mujer se volvió hacia mí. Necesitaba contarlo: «Yo soy quien sacrifica el cordero o la oveja, que despiezo y vendo... No hay más remedio».
Quedó en silencio, y su mirada se llenó de lágrimas al comentar:
«Y todo lo de Olegario empezó porque matamos un corderico que decía que era suyo. Quería recoger la sangre y meterla dentro del pellejo. ¡Ay, Señor!»
A Carmen la esperaban las vecinas. Luego tenía que arreglar las habitaciones de los huéspedes. En cada cuarto había dos camas de hierro, de las que crujían apenas uno se movía; más un aguamanil, un cubo y dos orinales.
-Esto, ni es fonda, ni es nada -se lamentó- pero si alguien tiene que pasar la noche en el pueblo, viene en busca este cobijo.
Carmen siguió con el recuerdo sobre la muerte del corderito, «porque después de esa manía, otra y otra. Lo llevamos al Hospital de San Carlos en Madrid. Allí estuvo tres meses. Se fueron todos los ahorros y nos lo devolvieron peor. No quería ni besarnos, ni llamarme madre.
Entró una joven con pañuelo a la cabeza y presurosa, y se dirigió a Carmen:
-Oye, que ha llamado Pedro, tu hermano, desde Teruel; que viene con un músico y se quedarán esta noche. Alégrate, mujer.
Y Carmen sonrió y se retiró el mechón de pelo sobre la frente, «¡Ay, Señor! -exclamó-, gracias, porque te acuerdas de nosotros. ¡Gracias!«.
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