En 1978 ya no necesitaron los valencianos que un amigo de los que viajaba con frecuencia al extranjero trajese películas 'porno' para el proyector casero, ni folletos que se expendían en las tiendas de 'sex-shop' de Ámsterdam, París, Hamburgo o Copenhague, que por entonces ... eran las que más novedades ofrecían. En nuestra ciudad se habían abierto cuatro y, con la pudibundez de todo lo que comienza, carecían de escaparates y un biombo estratégico ocultaba al comprador. Desde luego se había superado la discreta 'venta de gomas' en los aledaños del barrio chino y únicamente se ilustraba alguna puerta con la imagen de un divertido diablo, que igual podía ser de un cómic para críos.
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En el interior, al visitante le atendían con el mismo respeto afectivo que en un establecimiento de regalos de categoría; y también como en las librerías, ofrecían al cliente catálogos que podían tentarle a comprar. Fue así como me enteré en el primer texto que las sustancias eróticas conocidas desde hace siglos y expuestas en legajos, desarrolladas a la luz de nuevos descubrimientos científicos, habían dado como resultado una amplia gama de productos estimulantes que en Europa se consumían como el pan nuestro de cada día, tanto los específicos para el hombre como para la mujer.
Habían entrado dos parejas para llevarse un lote de películas danesas, reservadas para el fin de semana. También entraron unos jóvenes que se reían ante unas publicaciones de desnudos y de aquel momento no podré olvidar al patán, con traje nuevo y orejas encendidas, que no acertó a decir lo que deseaba, a media voz y repitiéndolo varias veces.
El educado vendedor sugirió: « Si me dice qué finalidad tiene lo que quiere...» El patán exclamó: «¡Coño, es que era un nombre japonés!». Perdone, insistió el comercial: «¿No querrá el supertransistor 978?». «No, no; pero ¿sabe qué le digo?, que me voy a confesar».
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