Desarraigados
Con el buen tiempo, has vuelto al banco de la Alameda. Apareciste como las aves migratorias, antes de que el dosel de las glicinias floreciera. ... Eras, en negro, un anuncio de la primavera. Seguías con tu aspecto de ascendencia rural; las manos anchas del campesino, la cara surcada por finas arrugas; la timidez hasta para sentarte y saludar con las palabras tópicas. No estaban los dos viejos con los que te encontrabas el invierno anterior. No fuisteis capaces de intercambiar teléfonos cuando llegaron las malditas lluvias. En realidad, nada de agendas, porque para charlar un rato necesitais veros, sentir la proximidad, las miradas que se funden.
Sois los viejos a los que os arrancaron de raíz. «Padre, aquí en el pueblo no puedes seguir; desde que murió madre todo está abandonado. Vente con nosotros.»
Te aman, no cabe duda, pero cómo explicarles que preferías aquel dormitorio de la cama de hierro, del arcón, del cuadro de la Virgen del Carmen, del ropero que olía a naftalina.
Dicen que tienes suerte. La hija vela por ti y los nietos te dan un beso. Pero sabes que los fines de semana desaparecen y es inútil preguntar dónde están los chicos.
«Padre, te he dejado la cena; todo está en orden. Sólo tienes que cerrar el microondas». Te quedas frente al televisor hasta que sonríe la locutora o el locutor que te recuerda «hasta la próxima semana». Y tu escaparías, aunque fuera a la Alameda, para pisar la tierra, para abrazar algún árbol.
Estás solo, aunque vayan amigos de los hijos «para tomar una copa». Te dan la mano y notas que la tuya queda blanda, como si no te perteneciera. Te sientas en 'tu sillón', que te acoge como un ser humano, también cansado. Y es donde cierras los ojos y duermes: o finges dormir, buceas en los recuerdos que te evocan olores de cocina, de comidas sabrosas, de voces alegres.
...Y de ella, de la mujer, que también te diría: «No todos, al final, tienen suerte».
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