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El Desván, en la calle Puerto Rico, recuerda a las buhardillas que ocupaban la última planta de las fincas del Ensanche comprendido entre la calle de Colón y la Gran Vía Marqués del Turia; el porche donde se fueron acumulando objetos y pequeños muebles de ... los que dolía desprenderse, pero que resultaban innecesarios. Lo mismo se descubría una sombrerera, en cuyo interior aún quedaban tocados de paño y tul, como juguetes de madera, una imagen de santo mutilado al que se tenía gran devoción, con rosario colgado al cuello, o una jaula de pájaros, de periquitos que murieron empeñados en no pronunciar ni una palabra, por mucho que la abuela repitiera: «periquito, periquito bonito, besitos, besitos...»
El café parece haber heredado gran parte de ese porche. Sus muros muestran insospechados adornos: hojas envejecidas de partituras, portadas de cartillas escolares de la década de 1920, maquinillas para liar cigarros, caballitos de plomo, cuadros de factura modernista puestos a la venta, un costurero con bobinas de perlé y ganchillo, y hasta la filatelia de cuidado grafismo. «Ninguna ciudad ofrece lo que ofrece Valencia», sentenció el dueño, Luis Iglesias. Nacido en Venezuela, hijo de padre canario y madre gallega, se consideró valenciano desde que en un viaje, para visitar a unos familiares en Cullera, le mostraron Valencia y se las ingenió para establecerse aquí con algo relacionado con la hostelería.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
El Carmen, Ruzafa, queridos barrios , publicado por el Ayuntamiento de Valencia en 2011.
«Lo difícil fue hallar el local; esto era una antigua portería. Una página del pasado. Me gustó la pared casi cubierta de azulejos, que completé con los que quedaban en un muro«.
La portería, como tantas de la zona, acogería a una familia modesta, posiblemente oriunda de algún pueblo; y la mujer era la responsable de limpiar la escalera, de entregar las cartas, de comprar el pan encargado. Antes de la aparición del mocho, la portera solía limpiar el suelo arrodillada, con el cubo de agua junto a ella, y por la tarde cosía en la entrada.
Luis Iglesias logró virguerías para distribuir el espacio, y en los cincuenta metros cuadrados no falta ni el pequeño baño, ni un lugar para plantas.
«Los amigos contribuyeron con donaciones de cachivaches -explicó- y he de agradecer el gran aparador que sirve de barra, a la vez que es útil para la botellería».
En la acera opuesta al Desván plantaron naranjos, y con gran asiduidad, el muro de detrás lo utilizaban jóvenes que pintaban grafitis, como en tantos sitios. Son 'artistas urbanos' -como ya se les denominaba- algo alejados de aquellas agresivas escenas y expresiones llegadas de Nueva York.
Quienes decoran así las paredes son con frecuencia alumnos de Bellas Artes. Emplean plantillas y dejaron de utilizar malas pinturas de coche mezcladas con gasolina, así como ceras de lustrar zapatos y botas. Ahora son pinturas de baja presión: mates, transparentes, brillantes o saturadas, y resulta asombroso el respeto que la gente del barrio de Ruzafa profesa a los grafitis de letras enlazadas. Ruzafa les convenció de ser un canto a la renovación urbana que aspira a la comunidad alentada por artistas, quienes reivindican libertad a través de su creatividad.
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