La cruz se recortaba sobre un cielo muy azul, en lo alto de las ruinas del castillo, en el cerro Monegre; y la tía Nati, ... que era de las mujeres más viejas del pueblo, afirmaba que ella recordaba muy bien el milagro.
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Aquel prodigio tuvo de protagonistas dos niños que se fueron del pueblo en busca de tesoros y un chiquillo tuvo la mala suerte de caerse por la parte del precipicio, la que desciende hacia el río Júcar.
Los vecinos, todos los hombres, salieron a buscarlo con hachones, pero sólo encontraron jirones de la ropica, porque el niño había rulado -la tía Natí se santiguó-; sin embargo, de madrugada lo encontraron ileso y sonriente.
El chaval explicó que una señora rubia, de ojos azules, lo cogió de la mano y lo tuvo en una cueva. «Y enseguida, todos los vecinos pensamos que había sido la Virgen», dijo Nati.
Nadie como ella para cantar las coplillas: «Es María la caña de trigo, / San José, la espiga, y el niño, la flor. / El Espíritu Santo es el grano, / que está formado por obra y amor».
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La fe de la tía Natí era tan intensa, que yo le hubiera pedido que me diera un poco, porque, además del milagro del Monegre, creía en el rocío de las mañanitas de San Juan y en la fuerza para tener hijos, si se deseaban. Ella cantaba como nadie en las fiestas y en los bailes. La apodaban «La Morena del Marcelino», y debió de ser guapa, una real hembra de las que llamaba al pan, pan; y al vino, vino.
«A los tres años de casada, tres criaturas tenía; un año estuvo enfermo y no me tocó; pues nada; pero al cuarto ya me tocó y a los nueve meses, otro crío. Ea, que yo estaba sana y contenta».
Porque eran pobres, porque jamás le temió al trabajo, porque quería a su hombre y deseaba ayudarle, aunque su vientre estaba pletórico, recorría los pueblos del Valle de Ayora vendiendo el embutido que elaboraba después de matar el gorrino. Llegaba hasta Requena y no desaprovechaba ni las tripas.
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Iba a vender con el hijo más pequeño, bien envuelto en tocas; ni lo despertaba. Cargaba los dos burros y salía de Jalance cuando todavía quedaban estrellas, cuando el rumor del río se acentuaba con el viento del amanecer.
La Tía Nati protagonizó la estampa de la maternidad primitiva, animal y hermosa, llegando a dar a luz en el ribazo de un camino. Le debían unas pesetas; le dijeron que le pagarían tan pronto como fuera, y no lo dudó ni un día; lo recordaba con satisfacción: «Así es que me marché preparándolo todo; lo primero que puse en la alforja fueron unos paños, bien grandes, el paquete de algodón, y las tijeritas que mejor cortaban. Yo esperaba el parto; lo sentía; por eso, en ese viaje me acompañó mi marido. Sus manos cogieron al niño, que estaba cubierto de hilillos de sangre».
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«Oye, no grité; pero me mordía los labios, los dedos...»
Cuando terminó la evocación, que nos emocionó profundamente, la Tía Nati aún exclamó: «¡La de besos que le dimos!»
Todo fue como un milagro. Y quedó en silencio un momento.
«Como el milagro del Monegre, porque hay que saber que existen los milagros. Y muy hermosos».
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