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La noche avanzaba; muy pronto se reunirían los serenos en el retén morellano. De la percha colgaban los capotes y las gorras; las lanzas se apoyaban en la pared, muy cerca del brasero que encendían con el primer frío del otoño.
Recuerdo a Carlos Sabaté, ... que se iba a jubilar pronto, a los sesenta y siete años, pero aún salía a cantar las horas y el tiempo por las esquinas de la ciudad dormida.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
Gente del Maestrazgo , publicado por Editorial Prometeo en 1968
-Se rompe la voz en el Ayuntamiento -contó-; cada uno de nosotros dice tres veces «Alabado sea Dios.»
Un sereno para la parroquia de San Juan, otro para la de San Miguel y un tercero para la arciprestal. El recorrido por cada itinerario lo repetían bastante frecuencia. Entonces volvían a exclamar: «Alabado sea Dios», y a continuación decían la hora que era y si el cielo estaba nublado o raso.
Carlos Sabaté terminaba de beber una copa de coñac y confesó estar contento, muy orgulloso de su misión.
-Porque el sereno..., ¡recoñá!, además de cantar las horas, avisa al médico cuando hay un enfermo, o va a la farmacia a comprar un medicamento, o vela a los muertos una o dos horas... Y yo aún me presto a vestirlos; ponerles un hábito es de lo más sencillo.
Tenía las facciones correctas y la sonrisa cordial.
-'En después', la familia nos da una propina, unas galletas o un rollico y algo que beber; aunque estén llorando, la gente es agradecida en esta tierra.
Salimos a la calle empedrada. Corría a rachas el viento, pero en lo alto brillaban las estrellas, estampando un cielo muy negro.
-Mire -confesó-, lo único que me impresiona es ver un suicida; en este terreno les da por colgarse de la alto de la escalera, de un árbol, de un balcón...
Siguió con aire confidencial:
-A mí me han dicho que en otras partes se echan a un pozo, pero aquí, como no hay pozos...
Carlos Sabaté empezó a recordar al primer desgraciado que vio tras haberse suicidado. Cuando lo descubrió se le paró la respiración, porque se balanceaba de aquí para allá, y aún tuvo que encargarse a continuación de comunicárselo a la familia y ayudarles en lo del ataúd, dar parte en el Ayuntamiento, avisar al cura..., con el problema añadido de que el cura no quería acudir, porque decía que el muerto se habría condenado por quitarse la vida.
Carlos Sabaté nunca pudo agradecer bastante la intervención de Braulia, la Dida, que era la encargada de vestir a los muertos después de lavarles la cara y limpiarles las uñas; una bendita mujer sin miedo a nada, que convenció al cura y a los hijos pagando un novenario de misas, porque decía que «seguro, seguro, que en el último minuto de vida se arrepentiría de ponerse la soga al cuello y estará en el cielo.»
El sereno llevaba, como un héroe altivo, su lanza, que acarició suavemente para confesar a continuación:
-La verdad es que no sé para qué nos hacen cargar con ella; clavarla en el cuerpo de alguien, mil veces no, nunca lo haría. Eso sí que es un pecado, sin perdón.
Se detuvo un momento, afinó la voz y gritó:
«¡Alabado sea Dios! ¡Serenoooo..., las doce de la noche y en calma!»
Me miró un momento y dijo: «Todos duermen. Menos los gatos.»
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