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Visentico, el Coixet fue el viejo redero que me habló largo y tendido de su vida de pescador. Estábamos sentados en bajas sillas de enea, a la entrada de su casa, donde había extendido una red que remendó de buena mañana. Y confesó que le ... agradecía a la vida una vejez útil al seguir oliendo a salobre.
A los 17 años, un amigo de su padre le dijo: «Che, Antonio, presta'm al teu fil». Y se fue con dos barcas de bou, que faenaban en Gandía de lunes a sábado; después estuvo dos años pescando en Ibiza, pero a veces la calma se ponía chicha y esperando el viento se les pasaban tres y cuatro días en alta mar, viendo volar las gallaretas y las zancudas nadadoras que las cazaban al menor descuido. «Las comíamos como un guisado de pollo, después de destriparlas y tenerlas toda la noche en vinagre».
«A la hora de comer no había nada como la tortuga, que no tenía nada que envidiar a los filetes de ternera». Las cogían por las Columbretes y en Ibiza. Aprovechaban cuando estaban dormidas. Tiraban un bote y subían tres hombres; dos a remar y el otro, en proa, llegaba hasta la tortuga y rápidamente le daba la vuelta, la tumbaba panza para arriba. El animal no podía hacer nada y entre todos la metían en el bote.
Visentico el Coixet explica que se le amarraba por la garganta para clavarle el cuchillo, igual que si fuera un cerdo. «Yo creo -añadió- que tiene más sangre que un gorrino, casi como un toro».
«Esa sangre, -confesó- tiene una virtud. Se empapa en pañuelos, que se guardaban para cuando alguien tuviera erisipela, que mata o pela. Es una medicina antigua de los viejos marineros».
De la tortuga se aprovechaba todo, la grasa, echada en el caparazón, se derritía al sol y quedaba convertida en un bálsamo para las heridas, en aceite de alacranes.
Ante mi extrañeza, suspiró. «El hambre, oye, el hambre, porque el hígado es como el del cordero». Hoy a las tortugas se les deja dormir en libertad.
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