En la esquina de la galería, donde el sol daba su último adiós al atardecer, crecía el jazminero de mi padre, que cuidaba como algo especial; de tal modo que sólo nos dejaba coger las flores que caían a la tierra de la maceta, un ... gran tiesto de barro cocido. Cuando era pequeña, además de los jazmines de casa, cogía en un cestita de mimbre los del Parterre, el jardín donde nos llevaban todas las tardes a correr, a saltar y a seguir al hombre que encendía los faroles de gas, gracias a una llama diminuta y mágica. Luego, en casa, mi abuela, con un hilo finísimo, pasaba los tallos de los jazmines y yo disfrutaba de collares y pomos para el pelo.

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Pasó el tiempo, mucho tiempo. Los años se fueron acumulando. Crecí y el jazminero envejeció como mi padre. Mejor dicho, mi padre envejeció más aprisa, sin que pudiéramos hacer nada para detener le enfermedad. Claro, que sonreía cuando le llevábamos en el cuenco de las manos un puñado de las flores que tanto quería.

Seguía contemplando la planta de forma especial, hasta que un día, también al atardecer, cuando se abren todos los capullos, los cogió uno por uno y, despacio, como caminaba ya, llegó a donde yo estaba y me los entregó como un tesoro.

Tiempo y tiempo, con recuerdos, con sonrisas, con lágrimas.

Estaba en Tailandia, donde de joven jamás se me hubiera ocurrido ir. Como muy lejos veía la lámina gráfica del Tíbet en la Enciclopedia de Dalmau Cerles. Era de noche y el guía del grupo de turistas nos condujo al taller de un artesano de cajas de laca brillante. A la entrada de la humilde casa, un jazminero inmenso cubría la fachada y un anciano en cuclillas fumaba larga pipa. Miré al anciano, atraída por su figura, y no entré al taller. Estaba sugestionada. Y, recordando a mi padre, cuando él se levantó, fue coger los jazmines que estaban a su alcance y, casi con una reverencia, vino a dármelos.

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No lo abracé, pero él sintió, como yo, algo que tiembla.

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