Con un profundo deseo de temprana primavera se esperaba la Pascua. En aquel tiempo, décadas atrás, cuando era impensable programar viajes ni de pocos días, la gente se ilusionaba con excursiones cercanas, o bien con reunirse en grupos familiares, o juntarse con otros jóvenes que ... espaciaban los guateques para conceder una pagana celebración en la playa de la Malvarrosa, Levante o Nazaret. Todas ellas acogían con amplio arenal, oleadas de brisa al atardecer y anticipo de los barracones que habían empezado a construirse con tablones y montones de carrizo cubiertos con lonas.

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Los pintores también nos dejaban aquellos paisajes atraídos por el despertar de la naturaleza que olía a salobre. Paco Sebastián, que había legado una interesante serie sobre las casetas del Barranc de Carraixet, levantadas por los pescadores en la más original muestra de arquitectura popular, siguió con los barracones de Nazaret. En la orilla de Pinedo, Juan de Ribera Berenguer inmortalizaba las dramáticas barcas negras que esperaban un adiós en sus quillas heridas. Y Francisco Lozano, mirando hacia el norte, nos descubría el fulgor de la manzanilla y de los lirios marinos; esa floración que la hizo propia, suya.

Aquella lejana Pascua aún conservaba, de los mayores, la tradicional merienda de los huevos duros, hojas de lechuga, longaniza estrecha, habas y panquemado, y al finalizar se entonaban canciones con aires de corro infantil, que se repetían año tras año.

«Charlot, Charlot, Charlot / es el hombre de la risa. / Charlot, Charlot, Charlot / es el hombre del bastón».

Los pascueros se rezagaban hasta que la noche surgía detrás de las nubes naranjas y doradas. Seguían más canciones (todas las que recopiló Rafael Pérez Contel) y la llegada a la ciudad era una explosión de alegría, con la promesa de «hasta mañana».

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Y aún teníamos después la Pascua de San Vicente...

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