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Con las celebraciones televisadas desde Roma recordé la más humilde presenciada en uno de los pueblos valencianos más olvidados. La Iglesia de Castielfabib está enclavada en la Peña de la Reja y su puerta da a un amplio mirador natural de rocas que se asoman ... al vacío. Se divisa la carretera que viene de Los Santos, culebreando entre campos. Más abajo, los álamos custodian el río Ebrón, y al otro lado se ven bancales de maíz y manzanos. Han abierto la Iglesia porque es domingo; los demás días está cerrada y las llaves quedan en el bar Alejandro, adonde hay que ir a recogerlas. Hoy es distinto. Voltearon las campana y las mujeres se apresuran a encender los cirios. Dos niñas van a recibir la primera comunión y el altar lo adornaron con dalias rosa y flores silvestres. También han puesto un mantel almidonado, con zurcidos entre las puntillas y bordados.
Arden pedacitos de vela en candelabros de loza barata, en botellas de colonia, en platillos de metal. Arden en el piso, delante de las imágenes y en los altares donde una capa de polvo cubre las peanas y los santos. Están desconchadas las paredes y la pintura azul, blanca y rosa se superpone. Los ángeles, las guirnaldas, la corte celestial de la decoración, aparecen desfigurados por el tiempo, olvidados por los hombres.
Llegan dos viejas con sus trajes largos y negros y traen bajo el brazo un almohadoncito para las rodillas: «No es por el daño, maja; es para que la falda no se ensucie tanto. Nos tienen abandonados -confiesa una de ellas con tristeza-. El cura de El Cuervo viene cuando puede; el nuestro, que es de Los Santos, se fue allí y cuando alguien se pone a morir no puede ni confesarse y quedar con la conciencia tranquila».
-Menos mal -añade la otra anciana- que de vez en cuando viene un cura voluntario. Modernico él, pero tiene la cabeza como Dios manda. Lo que daríamos por escuchar algún canto y a la Guillermina, nuestra campana, que la dejaron muda.
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