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Alta, de rotundas formas, con la mirada luminosa en un rostro de maternidad africana, llegó a la mesa para ofrecer el menú, pero ella olía a especias y plantas. Nguenar abrió el comedor en la calle de Vivons; lo decoró con tejidos de su país ... estampados con escenas de bailes, casas y pájaros. Había cumplido un deseo, estar entre fogones y guisar platos de su tierra. Llevaba trece años en Valencia, aconsejada por su madre, que, antes de enviarla, vino a conocer la ciudad y el ambiente en que se desenvolvería.
«A mi madre le dejé mis hijos. Qué duro, qué triste. Y el español lo aprendí en los mercadillos, hablando con la gente que me regateaba. Pero sólo podía vender en los pueblos y en Castellón. Tenía que estar en la estación a las tres de la madrugada para coger el tren».
Añade que iba cargada con las figuras de teca, animales exóticos tallados por vecinos de allá en la madera que pesa y que habían puesto de moda entre jóvenes de aquí.
Pasado el primer momento de timidez y desconfianza, Nguenar me habló del barrio elegido por su gente al quedar próximo a la Estación del Norte y también al mercado de Ruzafa, donde compra productos como los nuestros. En las paradas ya la conocen y saben que el arroz thiebou es como arroz a banda, que guisan con caldo de pescado y que sirven aparte. Pero las senegalesas le añaden berenjenas, zanahorias, coliflor, repollo y chirivías y lo aderezan con un frito de tomate, especias y picante.
Entraron al restaurante tres hombres de piel muy morena. Se saludaron cordialmente y le dijeron a Ngenar, en español, que nos diera una copa de zumo de piña y bissap, infusión hecha a partir de flor de hibiscus.
Nuestra senegalesa nos invitó y se anudó con nuevo estilo el gran pañuelo color naranja que coronaba su cabeza como tallada en teca.
«¿Feliz?» -repitió la pregunta-.
«Me faltan mis niños, mi madre; el olor de Senegal».
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