Urgente Los Bomberos continúan los trabajos para controlar el incendio del bingo de Valencia y desvían el tráfico

Qué paradojas, vivía intensamente la noche, entre garitos y cabarets, y, sin embargo, siempre que hablaba con él pensaba que, vestido con sotana y alzacuellos, tendría una acertada estampa de párroco de pueblo.

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De cara redonda, cabello canoso y ojos avispados detrás de unas lentes ... con montura de oro, me recordaba un reverendo alertando de los castigos del infierno, aunque él se había enamorado de Flor, la chica que igual estaba en la barra de la Sala Internacional como en la de Simons. Flor, de quien dijo un día que se parecía a Martina (en aquella época, la mujer de Manuel Benítez 'El Cordobés' ), pero más percherona; una belleza de pelo negro y ojos azules. «Pues, como ella es Flor», recalcó...

Mostró la tarjeta profesional de abogado y economista; también la de agente teatral y crítico deportivo de una revista de Estocolmo, donde vivió quince años. «Pero yo vivo de las gorras que fabrico en Castellón -explicó-. No lanzo bastantes para surtir a El Corte Inglés y Galerías Preciados. Son las mejores. Yo compro una en Inglaterra, me acuesto con ella y al día siguiente tengo ya otra igual o mejor pero más económica.»

Lo entrevisté en su habitación exclusiva del Sidi-Saler, donde se cumplía la orden de que todas las madrugadas le dejaran medio pollo frío y una botella de champagne.

Juró que estaba dispuesto a casarse con Flor; y contó que ella quería seguir trabajando, no en whiskerías, sino como dueña de una perfumería, y que, por supuesto, él pondría a su disposición la mejor perfumería de Castellón, aunque sus hermanas, tan católicas y sensatas, se opondrían.

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Manolo Fenollosa, que así se llamaba el personaje encantado de aparecer en el libro de 'Valencia Noche', era un torrente de palabras. Sin punto y aparte, pasaba del tema de las conquistas a la actitud de las operarias de las gorras de su fábrica, que lo llevaban de coronilla, «porque no hay derecho al tiempo que pierden yendo al wáter tres o cuatro veces cada hora.»

Decía que no aceptaba que todas las trabajadoras tuvieran colitis, ni la regla o menstruación desorientada. Por ello insistía en que iba a instalar un cronometrador, para saber así el número de gorras que produciría si no se perdiera tanto tiempo en los lavabos.

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A los cincuenta años juraba que sus facultades viriles eran como las de un chaval de veinte, gracias a que comía mucho, bebía mucho y... lo otro, también mucho.

«Por otro lado -agregó-, mis hermanas me cuidan con toda clase de dietas, me miman; y rezan por mí todos los días. El negocio de las gorras es de los tres, de manera que...»

Después de una breve pausa, declaró: «Lo que pasa es que la mitad de los españoles de mi generación están castrados espiritualmente por culpa de los colegios, de los padres, de las madres, de las novias que no se dejaban meter mano y del cine, que en lugar de sacar desnudos como el de María Rosario d'Omaggio, sacaban a la Aurora Bautista como Doña Juana la Loca o Agustina de Aragón. Yo me liberé en Suecia y tomo el sol en pelotas, porque resulta antiestético meterte en la cama como una ficha de dominó: de cintura para arriba, moreno; y el culo, blanco, blanquísimo.»

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LA MIRADA DE ARAZO

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