Perica la lavandera
Corría 1998, cuando estuve recogiendo costumbres en favor de la huerta y las alquerías que ya estaban en proceso de transformación. No obstante, la columna ... es puro homenaje a Amparo, la Perica, la única lavandera superviviente del pueblo, oficio en el que muchas mujeres habían gastado su juventud.
Acababa de cumplir 91 años y estuvo lavando hasta que la angina de pecho, ese dolor punzante que le atravesaba como un hierro le obligó a renunciar al trabajo. El médico, en el hospital La Fe se lo advirtió sin tapujos: «A su edad hay que descansar y cuidarse, si no quiere decir adiós a esta vida».
Amparo la Perica, sintiéndose inútil, harta también de tanto trabajar, pensó que lo mejor sería lavar un cubre muy pesado, un cubre de ganchillo tejido con grueso perlé y rematado con gran fleco para envolverse con él, como una mortaja cuando le apareciese el dolor. Sin embargo, al entrar en casa, al ver las plantas que estaban secándose porque nadie las había regado durante su ausencia, por la clínica, fue en busca de un cazo con agua y la dejó caer suavemente sobre los capullos de los geráneos para que florecieran. Había decidido vivir.
Al referirse a la tradición de las mujeres lavanderas de Campanar, citadas en crónicas costumbristas, justificó:
«Éramos pobres y teníamos acequias con agua clara». Su abuela ya lavaba y ella, desde bien pequeña acompañó a la madre a Valencia para recoger y devolver la ropa. Asegura que no creció porque pronto sostuvo en la cabeza un fardo de prendas. «No sé escribir, no sé leer. Pongo el dedo cuando he de firmar».
El jabón lo hacían con aceite de soja; aceite sobrante de la cocina y sosa cáustica; la lejía con polvos de gas y salsosa. «Lo más costoso era dejar limpios los delantales, servilletas y paños de cocina del comedor El Gallo de Oro. Su mirada se humedeció. Pobrea, pobrea. Aún recuerdo el frío del agua, tan helada, de los inviernos».
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