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Para los últimos noctámbulos, los que aún recibían el amanecer en la Malvarrosa, quedaba el pub London; un edificio aislado que seguía las normas de la arquitectura de los años treinta. Se alzaba frente al restaurante Polit, a un metro de las vías del trenet. ... Su lujo era la gran terraza con dos palmeras y exuberante vegetación pintada, aunque el público prefería bailar en la sala de invierno con la psicodélica iluminación. Era el lugar donde vi las muchachas más jóvenes de alterne, no sé si llegarían a la edad permitida de dieciocho años mostrando exagerado maquillaje y atrevidos pantalones orientales y mini-shorts.
Cuando dejó de girar el último disco, abrían el restaurante y lo mismo se podían comer chuletas con ajoaceite, que el pescado recién traído de la lonja en el puerto.
Era uno de los últimos refugios de los habituales donde contrastaba el hombre vulgar que masticaba a dos carrillos y besaba sin quitarse el aceite de los labios a la muchacha que ya perdió el maquillaje que ocultaba la cara de niña pálida. La niña llevaba su bolsito bandolera cruzando el pecho -como ordenaba la moda- donde guardaría cinco o seis mil pesetas, acariciadas por manos de uñas largas pintadas con rojo brillante. Las manos apretaban con fuerza el monedero porque no sería la primera vez que le desaparecían por una copa de más. Sucedió aquella vez que hizo autostop al comienzo de la carretera camino del puerto y confiaba en la presencia del conductor, quien la llevó a la Devesa y la violó con toda crudeza, para dejarla llorando y medio desnuda.
Fue la vez en que volvió a creer en la bondad... La recogió un camionero, un hombre grande que le recordaba a su padre y le ofreció un pañuelo al mismo tiempo que le decía: ¿Dónde vives?...Y la condujo a un chaflán cercano al domicilio. «No te quiero sermonear. Ve en cuidado, niña». Y ella lo rodeó con sus brazos, sin abandonar pañuelo y lágrimas...
Adiós...
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