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Como si tendiera la camisa del marido, los pantalones, sus medias, el jersey, las bragas, con el mismo cuidado que prodiga a la colada, prendió con pinzas las fotonovelas, las revistas y los cómics. Es el gran quiosco que ronda en los pueblos chicos durante ... las fiestas. Bien sabe que la imagen de la portada atrae más que el contenido, de ahí que ella las clasifique en dos grupos: las de pasarlo bien y las de política.
La mujer que vende turrones, cochecitos y una actualidad trasnochada, espera la salida de misa mayor. Ella no va; ni recuerda los años que hace que dejó de entrar a una iglesia y, sin embargo, al voltear las campanas, cuando se celebra la consagración, se santigua y murmura: «San Pancracio, que venda mucho». La estampa la robó como está mandado: «o quitada o regalada»; como nadie se la ofrecía, tuvo a bien coger la del dueño de unas rifas de jamones, que siempre ganaba buenos cuartos.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
Un instante , publicado por Federico Domenech en 1980.
Más de veinte años que visitan el pueblo aunque redujeron la ruta porque el marido, que se encarga de la caseta del tiro a la diana, le propuso descansaran noviembre y diciembre: «Los años se notan -confesó de malhumor- tanto en mi úlcera de estómago como en el reuma de tus piernas».
La vendedora miró el reloj del campanario. Pronto saldrán las mujeres jóvenes con los críos, deseosas de coger el ¡Hola!; las que sueñan con las princesas, las famosas y las modelos de cuerpos perfectos. Los niños quieren historias de guerras, de asesinatos y muchos muerto y que no les vayan con cuentos de pistolas que no aciertan.
Aprendió mucho con la venta de revistas. Sabe que después de las mujeres jóvenes y los niños, llegan los maridos, que leen el cartelito escrito con un rotulador: «Se prohibe tocar el género», porque Lib, Penthouse y Lui eran hojeadas despacio, morbosamente y luego no las compraban; se conformaban con el desnudo de la portada.
Se sonrojó cuando su marido quiso ver Sexo y estuvo a punto de comprarla por 300 pesetas. «Seréis cafres», murmuró arrebatándosela a un desconocido que había aparcado cerca del quiosco con la intención única de llevársela. «Todos sois, afirmó, de los que quiero y no puedo»; sentencia que rubricó con un manotazo después de cobrar al pasajero.
Tres o cuatro chicos de los que estudian en la capital pero nunca faltan a las fiestas rondaban viendo las publicaciones con algún titular político. Compraron unas y la mujer de nuestra historia preguntó, por decir algo, «¿Y, qué pasa con la democracia?..., porque yo, majo, ni tengo tiempo de leer, ni ver las noticias de la tele».
Uno de los chicos la miró con ternura, como miró al marido, al feriante de los caballitos, a la gente que se preparaba para la procesión.
«¿En qué piensas, majo?», le interrogó mientras le devolvía unas monedas.
«En usted, en mí, en todos los que formamos el pueblo de España».
La mujer, sin comprender, le sonrió: «Anda, que van a repartir las tortas del santo y disparar el cohete..., no pienses». Y el chico se alejó por el camino hacia el campo.
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