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Parecía una monja, porque vestía hábito negro y toca gris, también en el pecho lucía un rosario con una cruz. La santera se responsabilizaba de llevar cada semana la capillita de madera y cristal custodiando la imagen que correspondía a las afiliadas de la cofradía; ... las señoras que tenían en su casa la capillita coronada por una hucha en la que depositaban la cuota-limosna. La santera caminaba subiendo escaleras y escaleras porque no eran pródigas las fincas con ascensores. En aquella época de posguerra, de gratitudes si no habían muerto el marido, los hijos o los padres en ningún bombardeo, las devociones se acumulaban en la Virgen de los Desamparados, la del Pilar, la del Carmen y la del Purgatorio, por eso se extrañó tanto cuando la nueva socia de la Cofradía, recomendada por el Prior, pidió: «Mire, usted; de acuerdo en todo, pero yo quiero en mi capillita a Santa Orosia».
La santera se lo contó al santero, el viejo artesano que tenía el taller en la esquina de la plaza del Mercado, que doraba ángeles y cambiaba pelucas y mantos de santas, pero jamás había oído citar a santa Orosia. «No está -se excusó el santero-, ni en el Diccionario de los Santos».
«Pues, te la inventas; no vamos a perder una capillita de las lujosas». La santera se lo consultó al Prior, que era generoso y le daba bolsas repletas de comida. «Santa Orosia -le dijo- murió decapitada y su cabeza se conserva. Ya no sé nada mas».
Mil veces dio las gracias la santera, que subió emocionada y corriendo la maldita escalera de turno. Entró en su porche, en el cubículo de aquella hermosa finca del Ensanche, donde le permitían dormir las señoras de la Cofradía; fue a su baúl y sacó los raídos hábitos, los libros piadosos que a lo largo de su vida le regalaban, todos los trastos inservibles y entre ellos, una muñequita descabezada, que conservó de niña y ahora cubrió de besos. «Esto si que es un milagro. Vas a ser santa Orosia en la nueva capilla del santero».
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