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El aceite espeso, dorado, llenaba la huevera de alpaca como un cáliz para ungir milagros. Con el aceite, la tía Carmen daba los masajes mientras murmuraba sus oraciones. La tía Carmen era menuda; la artrosis acortó y encorvó su columna vertebral. Sin embargo, la vejez ... no pudo arrebatarle el brillo de la mirada. Sus ojos atraían en aquel rostro de fina nariz aguileña, de piel con manchas seniles que parecían de polen. El cabello, muy blanco, lo llevaba cortísimo y a veces con una redecilla también blanca.
A su casa acudían quienes padecían dolores en la nuca, las sienes, los riñones, el estómago y el abdomen; y la tía Carmen, vestida de negro, con un delantal recién planchado, les curaba. Sacaba del bolsillo del mandil una cinta roja de seda, se santiguaba y comenzaba las oraciones y el ritual de las mediciones. Mientras el paciente sujetaba una de las puntas de la cinta, la anciana debía acoplarla tres veces desde el codo de su brazo derecho a los dedos y pulgar e índice de la mano derecha.
«La cinta siempre es la misma y mi brazo también; si falta cinta, hay causa. Después pongo las manos en el lugar del dolor y hago un masaje; pero, escucha, si palpando noto algo extraño, como un bultito, aunque sea tan pequeño como un guisante, digo: esto es cosa rara, tiene que ir a un médico».
Plegó su cinta mágica, roja, brillante, como de sombrero de niña pastora, de pandereta, y anticipándose a mi pensamiento, declaró:
«Me enseñó a curar mi madre, que tenía gracia, y yo también puedo enseñar, pero ha de ser Jueves Santo, después de confesar y comulgar, y si la persona a la que confío las oraciones no tiene gracia, lo olvidará todo enseguida».
Luego cruzó las manos sobre el pecho y con misterio añadió: «A mi madre se lo reveló un anciano muy barbudo, a quien le dimos pena por lo pobres que éramos. Fue un alivio, porque cuando yo empecé cobraba dos reales solo; una miseria, aquí en Pinedo; ni para un poco de pan».
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