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Bajo, enjuto, con las cejas pobladas y la barba de unos cuantos días, sonrió al ofrecerme una silla nada más entrar en su casa. «Le dije que le contaría el caso de mi padre para ponerlo en sus papeles; y Dios sabe que se lo ... agradezco».
Luis Gargallo, el Pelaire, comenzó a decirme que estuvo veinte años trabajando en Barcelona, primero en la cocina de una clínica, donde sólo pelaba cebollas y quitaba las tripas del 'pescao', lo único que comían los enfermos al mediodía y por la noche; luego fue cobrador de un despacho, y la suerte se le apareció cuando se encontró con la Paz, una moza del pueblo que estaba de marmota.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
Gente del Valle de Ayora , publicado por Editorial Prometeo en 1975
Paz siempre había dicho que quería ser monja para rezar, para cantar y estar con niñas pequeñas, pero, ¡ay!, «nos alegramos mucho». Se abrazaron un día y otro, siempre a la misma hora. Paz olvidó la querencia del convento y al poco tiempo estaban buscando la bendición de un cura para casarse.
«Y allí hubiéramos seguido -afirmó tajante-, porque Barcelona nos gustó a los dos. Pero fue una mala noticia la que nos hizo cambiar totalmente. Me la dieron dos conocidos del pueblo y fue casi de sopetón: 'Oye, no sabíamos que a tu padre lo habían matao'».
«Pero si es el único republicano de allí».
«Da lo mismo, lo han 'matao'».
«Pensé en mi pobre viejo y me eché a llorar como un crío: Pero, ¿por qué?..., ¿por qué?...»
El Pelaire, sin apartar su dolor, preguntó: «¿Sabe por qué?... Porque le debían 400 duros y así ya no se los pagaban. Empecé a averiguar cosas, preguntando a unos y a otros. Lo habían mal enterrado cerca del Forcall, donde el puentecito».
Luis Gargallo, el Pelaire, fue ido cambiando su expresión de coraje por la lástima, la ternura...
«Y Paz, mi mujer, me dio la razón: 'No podremos vivir si tu padre se queda sin ser enterrado con una crucecita'. Así que vendimos los cuatro trastos que teníamos y dejamos Barcelona. Con los ahorritos sacamos billetes, y regresamos al pueblo».
El Pelaire prosiguió el relato: «Me fui en una burrica y con la azada empecé a remover la tierra; en la garganta se me ponía un nudo que no me dejaba tragar saliva y, maja -añadió-, me cayeron lágrimas como el puño cuando enganché un pedazo de faja que mi padre siempre llevaba atadica a la cintura, como yo».
«Dejé la azada y empecé a remover la tierra con las manos, 'arrodillaíco', que allí estaba mi padre».
«Me llevé a los enterradores, que me costaron cinco duros. Me acuerdo. Mi padre quedó en el cementerio con una cruz, porque él, republicano y todo, quería a Dios, a la Virgen y a los Santos».
Entró Paz con un cesto de mimbre lleno de hojas verdes, que parecían coles. Intuyó lo que habíamos hablado y con gran decisión se fue al viejo, lo besó en la frente y exclamó:
«¡Ea, aquello pasó, y no quiero verte contándolo más veces!».
«Déjame que lo cuente otra vez». Hizo una breve pausa y con todo el dolor exclamó: «¡Era el único republicano del pueblo!»
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