Hacia 1955 fue cuando se impuso el éxodo en nuestros pueblos del interior, los de las sierras, escondidos valles y cauces de ríos que se bifurcan entre antiguos campos.

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Los jóvenes y las personas con empuje, bien porque les ahogaba la necesidad, bien porque ... deseaban distinto futuro para los hijos, comenzaron a marcharse. Unos llamaban a otros. Fue una cadena de modestos puestos de trabajo, de habitaciones realquiladas, de casas adquiridas en zonas de suburbios, pagando una entrada que suponía un crédito o la venta de tierras. Una cadena de despedidas cuyo primer eslabón debió ser una carta escrita, en papel de renglones impresos, con letra irregular, con faltas de ortografía, pero en la que palpitaba la solidaridad, el ofrecimiento hecho al hermano, al amigo, al vecino:.., «en la fábrica...», «si quieres la portería que vamos a dejar...», «tu chico ganaría más...»

  • i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro

  • Gente del Valle de Ayora , publicado por Editorial Prometeo en 1975

El enfrentamiento generacional, y la fuerza que siempre tuvo la tierra; esa fuerza que esgrimían los viejos: «no hay nada como nuestros campos..., como nuestro pueblo...», se debilitaba cada vez que los emigrantes volvían por las fiestas, bien vestidos y algunos en su coche, el utilitario adquirido a plazos; de segunda o tercera mano, no importaba.

Y terminó dominando la realidad; sobre todo cuando se pensaba en los críos y su futuro. Las mujeres tuvieron que claudicar; dijeron adiós al patio con tiestos, al corral de las gallinas y conejos; a la casa con chimenea y cámara.

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Las mujeres se fueron a vivir en pisos muy pequeños de fincas enormes, donde nadie se conocía. Y es posible que alguna vez, cuando se dieran cuenta de que les faltaba aceite o arroz para la comida, no se atreviesen a ir con una tacita a casa de la vecina, se entristecieran y recordasen a su gente, al pueblo, con tanta nitidez que pudieran hasta tocar las puertas; mejor dicho, empujarlas, porque siempre están abiertas; y allí, en la cocina, encontrar a la vecina desmenuzando torta para el gazpacho. «¿Aceite?, el que quieras, mujer...»

Entre los hombres que se marcharon, algunos recurrieron a la capacidad extraordinaria que todos sentimos del autoengaño.

Con una sonrisa decían: «Volveremos. Es cuestión de ahorrar unos años». Pero los niños crecieron y para ellos ya no fue su pueblo; era el pueblo de sus padres, de sus abuelos. Van durante el verano. Son como un ramalazo de vida nueva que llena los bares de voces y alegría, que anima la carretera -el lugar del paseo- ,donde surgieron antaño tantas parejas de novios.

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Son una colonia que impone costumbres, que ha creado otras fiestas para ese mes de agosto, el de la cita anual impuesta. Ya no se baila el 'bombeo' como antes, cuando terminaba el traslado de la Virgen a su capilla y desfilaban con velas encendidas las mayoralas, sino que se elige una reina y su corte para lucir un traje precioso que deja los hombros al aire.

Los trajes del 'bombeo', que exigían para el baile faldas amplias con franjas de seda y terciopelo, blusa blanca de puntillas y mantoncillo, al rimo de castañuelas, se guardaron en antiguos baúles, donde quedaron también algunas flores secas.

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LA MIRADA DE ARAZO

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