Este año, el horror no vino con Halloween; se adelantó un par de días y llegó a través de ramblas y barrancos. Llegó de pronto, ... con una fuerza incalculada y sorpresiva, y por un momento recordé el relato que hacían mis padres de la riada del 57. «Nos acercamos a Jacinto Benavente a ver el Turia, que estaba hasta arriba», decían, «pero nos advirtieron de que podía venir una avalancha y volvimos a casa». Y así fue; por la noche el río se desbordó y lo anegó todo, aunque lo peor estaba por llegar. Recordé esa fascinación que produce la tragedia y que invita a situarse ante ella como simple espectador hasta que muta y se convierte en una historia propia. Como quien se acerca al mar para ver las olas espectaculares sin calcular el riesgo de ser arrastrado por una de ellas.
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Así fue la crecida del río Magro en la noche del martes: comenzamos compartiendo, asombrados, vídeos que mostraban torrenteras violentas que quedaban lejos y caída de puentes rotundos que parecían de papel ante la fuerza del agua. En cualquier caso, no estaban en el piso de abajo. Pero, en estos casos, solo es cuestión de tiempo que lleguen a él. Así, el miedo nos iba cercando cuando los amigos nos describían su estupefacción al ver la calle convertida en río por el que navegaban, errantes, los contenedores y algunos coches. Después, con las imágenes de quienes aparecían con el agua hasta las rodillas o por la cintura sin poder escapar del vehículo, del lugar de trabajo, o de la fuerza del torrente en medio de la calle. Por último, al escuchar las voces de quienes empezaban a preguntar por un padre, un hermano o una cuñada. Justo en ese punto en el que la fascinación ingenua se tornó en espanto. En el espanto de la velocidad desesperada del agua, de la potencia que no se para ante nada ni nadie, de su poder destructor y su memoria infinita para volver por sus fueros. El espanto de Muñoz Degrain en su 'Amor de madre', ante el que falta la respiración sintiendo la impotencia de la madre que dedica sus últimas fuerzas a mantener a su bebé a salvo de las aguas feroces.
Esa agua turbia que retrata en sus cuadros de riadas es la misma que hemos visto inundando vidas, caminos y enseres en Utiel, en Paiporta o en Chiva. Esa agua turbia que no da vida sino que la quita. Sin pedir permiso ni perdón. Ante ella no cabe más que el llanto, la prevención y la prudencia. Del primero vamos sobrados estos días. De las otras dos, cabe preguntarse en qué medida y quién determinó que faltaran. No estamos en el 57. No cabe alegar desconocimiento ni incomunicación.
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