Directo Sigue el minuto a minuto del superdomingo fallero

Tenía nueve meses cuando lo secuestraron. En la foto distribuida por las familias de los rehenes israelíes, Kfir sonríe feliz, tumbado en la cama, con ... un peluche de color rosa entre las manos. Sonríe con la misma inocencia que los bebés gazatíes. Que los bebés de cualquier lugar del mundo. Es la mayor representación de la inocencia vulnerada y destrozada por las alimañas de Hamás, porque ningún bebé es culpable. Ni el gazatí ni el israelí. Sin embargo, los bebés judíos no mueven manifestaciones de activistas comprometidos con los vulnerables del mundo. A los bebés judíos solo los lloran en Israel. Por no mover no mueven ni una reacción contundente y rotunda de la Unicef, esa agencia que dice trabajar por la infancia. A su directora general le costó casi 48 horas emitir un comunicado moderadamente indignado donde dice sentirse «abatida» tras confirmarse la muerte de los niños de la familia Bibas, el pequeño Kfir y su hermano Ariel, de cuatro años, otra peligrosa «amenaza» para los palestinos de Gaza.

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Occidente ha decidido echarse en manos de la propaganda de Hamás y ahora se hace la sorprendida cuando ve cómo escenifican una macabra operación de marketing con los féretros de dos niños, una madre y un anciano que trabajaba por la paz. Todo muy valiente. Todo muy propio de guerrilleros que luchan por su libertad contra un enemigo fiero. Se hacen los fuertes frente a los ataúdes de un bebé y su madre. De un niño y un anciano. Pero lo peor es que Occidente no ve la diferencia entre un ejército que se defiende de los terroristas y un grupo de salvajes capaces de secuestrar y matar bebés. En Occidente, los activistas no se sienten incómodos por el asesinato de bebés siempre que no sean palestinos. Porque esos son los únicos por los que merece la pena sacar la pancarta, el eslogan en los Goya o la pegatina en la solapa.

Mientras tanto, algunos consideramos inasumibles las muertes de inocentes en Gaza. Pero también en Israel. Y nos duele la madre que abraza el cadáver de su niña en un hospital destrozado por las bombas israelíes tanto como imaginar el sufrimiento de la madre de Kfir y Ariel, sabiendo que no podía protegerlos ni siquiera con su propia vida. No puedo ni acercarme a la profunda oscuridad del padre, el único superviviente de la familia, recibiendo los cadáveres de sus hijos y su mujer, después de haber enterrado también a su suegro asesinado el 7 de octubre. No hay justificación para tanto dolor. Pero mucho menos para la indiferencia del buenismo occidental, capaz de cuestionar a las víctimas por su origen.

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