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Ha tenido que ser Posteguillo. Es lo que tiene el buen narrador, que sabe cómo contar, qué enfatizar, cómo atrapar al auditorio y cómo mantenerle ... atento. Llevamos tres semanas hablando de la dana e, inevitablemente, algunos ya empiezan a mostrar signos de cansancio ante tanta tragedia. Si, además, estalla la tragicomedia de Aldama y Melibea, el interés de la «opinión publicada» se zafa de la opresión del dolor valenciano, y se desliza hacia el chascarrillo, la chanza y la jocosería. Pero, en medio de ese 'escape room', nos topamos con la verdad cruda de un testigo privilegiado del horror de l'Horta Sud. Y digo «privilegiado» no tanto porque tenga medios para superarlo, como confiesa, sino porque su voz se escucha atentamente y su eco resuena de reenvío en reenvío, de móvil a móvil.
«Es Posteguillo», me dicen al mandarme el vídeo. Y lo hacen asegurando que es un relato de gran fuerza expresiva. Doy fe. Lo es. Sin embargo, no me ha impresionado por eso, aunque sea digno de su autor, sino por la forma de mostrar la estupefacción. En los detalles terribles, basta el hecho. Sin adornos. Sin acompañamiento. «Había un cadáver en el centro de la plaza» no requiere ni un solo adjetivo. Ni un adverbio. Es tan duro que la mera enunciación del dato desnudo es insoportable. Decía Posteguillo: «al amanecer no había nadie. Sí, estaban el cadáver de una joven china, con la que había intercambiado algunas palabras, y, al lado, su madre velando el cadáver». Podría ser el inicio de una novela. Y ojalá lo fuera. Ojalá fuera ficción.
El autor valenciano ha conseguido poner voz a lo que están viviendo miles de personas: el desamparo, asombrado, en la España del siglo XXI. Vendrán, pensaban. Mañana vendrán. Y así pasaron tres días hasta que vieron aparecer a algunos voluntarios. Lo dice con perplejidad. No sabe explicarlo porque no hay explicación aceptable para los vecinos de tantos pueblos devastados.
No es que su relato, como el de la prensa, sea más o menos que el de los afectados que lloran ante una cámara de televisión. Lo que consigue Posteguillo es aislar la mirada del testigo poniendo el empeño no tanto en contar su historia como en trasladar lo visto y oído. Más que reproche, intenta ser lo que Kafka pedía a la literatura, «el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros». Un aldabonazo en las conciencias. Una advertencia, desde el estupor más absoluto: «no se pueden imaginar lo que está pasando esa gente», decía a los presentes. Gracias a él, y al relato periodístico, todos pueden imaginarlo un poco mejor.
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