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En los tanatorios no se habla a gritos. Domina cierto sigilo, cierta prudencia y el gesto comedido de quien se esfuerza por respetar a quien ... vela a los suyos. No procede sino callar y acompañar. Sin embargo, en estos tiempos de hipercomunicación ininterrumpida, estamos hechos a la algarabía y no al silencio. Ni siquiera en Valencia, que es toda ella un tanatorio. Aquí se echa de menos el sigilo del duelo propio de los primeros momentos. Llegará el tiempo de la exigencia, de la pregunta insistente y del silencio acusador si es necesario. Ahora el que se necesita es otro, el del respeto a las familias. El abrazo mudo, que acoge y escucha, no necesita hablar, porque transmite por el tacto y la piel. El herido no quiere que le abrumen con mensajes, sino que le curen el alma y eso lo hace más un abrazo en silencio que miles de palabras. Hoy hay demasiadas palabras vanas, huecas, sabiondas, inútiles. Hasta de los políticos. Por qué no te callas.

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Ante el sufrimiento ajeno hay que callar para que hable el dolorido y escuchar su lamento una y otra vez hasta que se adormezca de puro agotamiento. No deberíamos cansarnos de escuchar su historia -aunque lo haremos-, ésa que habla de la tragedia y la rememora y la acuna y la mece como queriendo recuperar a los seres queridos evocándolos con un conjuro a fuerza de repetir lo que recuerda de aquella noche aciaga. También la sociedad debería permitir a los dolientes que su voz tome el protagonismo. Con la queja, el desespero y hasta el exabrupto. La palabra es terapéutica. A veces lo aconsejan los psicólogos: escriba usted lo que siente, que le ayudará a procesarlo, y nunca le diga a un afectado que calle sobre lo ocurrido. O lo saca o le quemará por dentro.

Por eso, sobra algarabía y falta el silencio del duelo. Ése que tantas veces hemos visto en mujeres ancianas en el entierro de un hijo o de un nieto. Impresionan porque no abren la boca. Ni cuando les das el pésame. Permanecen mudas con la mirada fija en el féretro. No dicen nada y lo dicen todo. A veces quedan mudas de por vida. O mudas por dentro. Hablando solo para cosas nimias del día a día, pero nunca más para abrir su corazón al mundo. Les sobra toda esa hojarasca verbal a la que nos dedicamos los demás, porque no hay palabra que resucite a un muerto. Valencia merece el respeto del duelo. No se trata de un silencio cómplice ni encubridor. No es incompatible con la denuncia ni la exigencia de responsabilidades o, al menos, de respuestas. Pero cada cosa tiene su tiempo. Y, ahora, es el tiempo del duelo y de las familias.

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