Por fin, León XIV se va a poder tomar un respiro. Una pausa entre los ritos propios del inicio, y el resto de su pontificado. ... Falta le hace. Al menos, a juzgar por esa sensación de abismo que parece sentir ante sus pies. Así se desprende de las continuas referencias en sus palabras al miedo, al sentimiento de sentirse limitado, a la necesidad de rodearse y apoyarse en los fieles católicos y a ponerse en manos de Dios.
La primera fue en su saludo inicial, tras ser elegido Papa. Desde el balcón de la Basílica de San Pedro, León XIV se presentó ante los fieles recordando, o quizás diciéndoselo a sí mismo, que todos estamos en manos de Dios y por tanto no hay que tener miedo y hay que caminar todos juntos unidos y unidos a Él. Lo dijo con evidentes signos de emoción, tragando saliva, mirando al cielo y con los ojos algo vidriosos, una emoción que se repitió días más tarde durante los ritos de imposición del palio y el «anillo del pescador» en la misa de inicio de pontificado. En la homilía de esa celebración, de hecho, también se reconoció débil al afirmar: «Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y temblor me dirijo a vosotros como un hermano» insistiendo en esa necesidad de apoyarse en la unidad de toda la Iglesia con su pastor. No es extraña la continua mención a la unidad puesto que su propio lema papal se refiere a ser todos uno con Cristo.
Pero continúa diciéndolo. El domingo pasado, tanto en el rezo del ángelus como en la toma de posesión en San Juan de Letrán se refirió a ello. Desde la ventana del Palacio Apostólico agradeció las muestras de cariño y cercanía que sin duda le emocionan y consuelan a partes iguales, pero también reconoció que cuando Dios llama a una tarea, «en ocasiones nos sentimos inadecuados» para ella. Y por la tarde, en la homilía en la sede del obispo de Roma, citó a Juan Pablo I cuando dijo «solamente deseo serviros y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, todo lo poco que tengo y que soy». Parece abrumado, y no es extraño. El encuentro con una Plaza de San Pedro abarrotada y estruendosa cuando sale el Papa al balcón debe de producir a muchos una sensación paralizante. Solo estar allí presente ya pone los pelos de punta, de modo que ser el protagonista debe de impresionar a los papas al margen de cómo sea su carácter. El de Prevost parece humilde y, por tanto, sobrepasado por un afecto desmesurado solo por haber sido elegido. Ahora le toca ganárselo por él mismo y eso, a cualquiera que sea consciente de sus limitaciones, debe de producir un vértigo indescriptible.
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