Podemos seguir despreciando a los líderes ultraderechistas reunidos en Madrid, como hace parte de la izquierda, o podemos asumir que estamos ante un nuevo orden ... mundial. Nos gustarán más o menos o nos espantarán sus propuestas, pero tendremos que dejar a un lado la estupefacción o el "shock" que decía sentir Richard Gere con Trump porque resultan paralizantes. Es el mundo que vamos a vivir y, aunque produzca espanto, es nuestra responsabilidad. El que conocimos ya no existe salvo como referencia, que no es poco. Nuestra tarea es hacer que el próximo no pierda los avances logrados en el anterior.
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Conocimos un planeta demolido por un siglo XX violento y cruel, con algunos de los peores episodios bélicos de nuestra Historia, con persecuciones, carnicerías, inestabilidad y totalitarismos, pero, fruto de aquello, nació la conciencia de que formamos parte de un mismo mundo. Entre tanto dolor, creció la solidaridad, el reconocimiento del carácter universal de los derechos humanos, el cuidado de la naturaleza y los intentos por colaborar y procurar un entorno mejor para todos. En ese contexto, hubo quienes fueron capaces de elevarse por encima de los enfrentamientos nacionalistas y la lucha por lo local para entender que solo se puede avanzar yendo unidos, viendo la diferencia como una oportunidad de crecer y no como un freno. Así lo hicieron los padres de la UE, horrorizados por las dos guerras mundiales en suelo europeo.
Ahora el proceso es el contrario. Fuerzas centrípetas dejan paso a las centrífugas. Los intereses particulares de los liderazgos locales han llevado a un entorno de rupturas de aquellas uniones que nos han salvado de más conflictos. Los Orban, Salvini o Le Pen, como Milei y el propio Trump, crecen con un discurso ególatra que promete la felicidad a partir de lo propio, como si la globalización fuera una estafa. E incluso como si el otro, por no ser como yo, fuera peor. El problema es que la globalización es imperfecta. Como lo es la UE, una máquina burocrática alejada de los ciudadanos. Pero su alternativa, esto es, los aranceles, las fronteras, la lucha por el territorio, las servidumbres, el dominio de unos pocos sobre otros, ofrece un panorama desolador. Una demolición de lo logrado. En ese contexto, es normal la desesperanza. Es cierto que de etapas de separación nacieron otras de agrupamiento, pero las primeras producen mucho dolor. Es posible que nos encaminemos a entrar en esa etapa oscura a la que se refería Gere y aún tengan que pasar décadas hasta convencernos de que es mejor lo contrario.
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