No sé qué es peor, un ministro de Cultura irrelevante o uno que se convierta en estrella. Para estrellas, prefiero a los de Presidencia, Hacienda o Trabajo, como ya tenemos. Es cierto que sus negociados son muy delicados, pero entra dentro de lo previsto que ... hagan política desde ese lugar. En cambio, con Cultura el sesgo me inquieta más. Es cierto que un ministro de Cultura también hace política, política cultural, pero los radicalismos al servicio de la ideología pueden distorsionar la creación e impedir el desarrollo de una semilla que no es fácil de reconducir después.
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El nuevo ministro, Ernest Urtasun, ha comenzado lanzando un alegato contra la censura. Dicho así no hay nada que objetar. La Cultura debería ser el espacio más libre, donde el artista o el intelectual sientan que nada les impide mostrarse a través de su obra. Ahora bien, cuando el ministro habla de censura está señalando a Vox que, en su opinión, la ha ejercido en determinados pueblos o comunidades, por ejemplo, cuando eliminó de la programación de Valdemorillo, en Madrid, la puesta en escena de una obra de teatro sobre Virgina Woolf o cuando suprimió subvenciones a revistas en catalán en Montserrat o Burriana. Y el problema no es que actúe contra vetos pueriles de realidades incómodas sino que confunda decisiones legítimas de un gobierno local sobre cómo gastar recursos públicos, con perversos ejercicios de censura. Sobre todo, porque el problema no es ser coherente con lo que han votado los ciudadanos sino alejarse de la línea de pensamiento políticamente correcto. El ministro no va contra la censura sino que interpreta que defender postulados distintos a los suyos es un atropello de las libertades. Por ejemplo, ¿es censura dejar de subvencionar la tauromaquia? ¿O impedir una exposición de un artista negacionista del cambio climático? Sin duda son posiciones ideológicas que se manifiestan en la toma de postura de un gobierno. Los votantes de Sumar no entenderían que un dirigente de su partido apoyara los toros o permitiera que se cuestionara la emergencia climática, pero defender la libertad significa hacerlo para todos, para los principios propios y para los ajenos, aunque molesten. La cuestión está en la fina línea que separa permitirlo de subvencionarlo. La subvención es algo más que tolerancia. Es apoyo explícito al que no están obligados los gobiernos salvo si esa realidad no es capaz de sobrevivir sin la ayuda pública, como ocurre con algunas propuestas de cine. Ése es el problema en Cultura, la subvención como forma de domesticación.
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