Hemos tenido de todo. Perlas como aquel «usted no me lo dice a la cara» dirigido a Rubalcaba, «en mi coño y en mi moño ... mando yo», «capullo y gilipollas», «yo me meto en la cama con quien me da la gana», miserable, felón, fascista, etc., hasta llegar a los más recientes, es innegable que el marrullerismo crece alarmantemente y se ha instalado en la primera línea de la política. Los insultos, ofensas, bravuconadas, lo soez, incluso las advertencias -dedo señalador incluido- crecen exponencialmente en escenarios más propios de 'El Padrino' que de las sesiones parlamentarias de un estado democrático. Y peor todavía; que nadie parece dispuesto a frenar esta tendencia al matonismo político.
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Los hemiciclos del Congreso y el Senado han acogido a lo largo de la historia toda clase de barbaridades y exabruptos dialécticos, pero no se recordaba una la escalada verbal violenta como la actual. El ambiente, irrespirable para cualquier demócrata defensor de la palabra y el diálogo sucumbe ante el bochornoso espectáculo que ofrecen algunos parlamentarios en su querencia por la descalificación y el ataque voraz. Las instituciones de la soberanía nacional convertidas en corralas. Y unos con más responsabilidad que otros.
Porque esta nueva forma de conducirse, barriobajera y macarra se estrenó con la llegada a las instituciones del Podemos de los escraches y el jarabe democrático. La vulgarización, el frentismo, el acoso a empresarios y medios y el populismo exacerbado no se fueron con ellos. Han trashumado hacia el PSOE de Sánchez y la derecha extrema de Vox. Los modos autoritarios de pretendida superioridad moral se han quedado y se extienden como magma por redes sociales y medios que se usan como parte de sus engranajes ideológicos. Gentes como Gabriel Rufián, Nogueras, Oscar Puente, Ortega Smith, Bolaños, Marlasca o María Jesús Montero exhibiendo un talante hater que debería avergonzarles y hasta reprobarles.
Un lado, el del uso del amedrentamiento, en el que también hay que situar a Miguel Ángel Rodríguez -el de los señalamientos y los «periodistas encapuchados»- y a cuantos han importado los modos de Milei, Chávez o Trump para conducirse en la gestión política ¿Qué es eso de un presidente de gobierno amenazando -hasta seis veces- al líder de la oposición con sacar más trapos sucios con ese «y más cosas, y más cosas»? ¿Y que una ministra señale con el dedo mientras dice un intimidatorio «cuidao» a los diputados? A la vez que nos resuenan los gritos enajenados de «vergüenza» de la ministra de Igualdad, Ana Redondo, habrá que terminar concluyendo que Josep Borrell lanzó en su día un diagnóstico y una profecía que sigue vigente con aquel «ha vertido sobre el hemiciclo esa mezcla de serrín y estiércol que es lo único que usted es capaz de producir».
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