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Llegadas estas fechas, al igual que el pasado año, nos envían a todos ciberfelicitaciones con deseos de felicidad. Se acabó el antiguo procedimiento epistolar, aunque ... un reducido sector de la sociedad aún no ha abandonado esta vieja costumbre. Lo esencial no es el sistema, es la intención, que siempre es buena.
Por todo ello, opino que la Navidad es un tiempo para exteriorizar la empatía y, sobre todo, la generosidad. Solamente hay que verlo en las cenas y comidas de Navidad que ya han comenzado a celebrar las comisiones falleras, por ejemplo, inclusive reuniéndose dos y tres comisiones, aspecto éste impensable hace unos años. Impera la solidaridad.
Y esta tregua navideña, en la que se entierra el hacha de guerra, suele respetarla todo el mundo, aunque haya excepciones. Pero por lo general, las pequeñas guerras, las pequeñas querellas privadas o familiares se suspenden también «hasta después de las fiestas».
Tristemente sabemos que la ofensiva general de bondad no tiene un aire resuelto, definitivo, de cruzada. Sabemos y sentimos que volveremos a las andadas, aunque en estos días parezca imprudente recordarlo. Pero eso no quita que el oasis navideño no sea ya una especie de milagro que construimos y organizamos cada año cuando el calendario nos recuerda que ya es hora.
Llegados a ese punto, es fácil comprobar que todavía podemos ser buenos, que todo el mundo puede serlo todavía. Pensándolo mejor, uno diría incluso que eso de saber que la atmósfera de cordialidad se irá disolviendo después de fiestas, que la temperatura de benevolencia colectiva irá cayendo poco a poco, que seguiremos siendo indefectiblemente los mismos de siempre, aunque estos días parezcamos mejores, no es, a fin de cuentas, ningún mal. Nos libra de caer en la trampa de una engañosa ilusión de suficiencia. La Navidad es lo que tiene. En ocasiones, la maldad se toma vacaciones.
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