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EFE/Sergio Pérez
Análisis

Desentrañando la política exterior de Trump

Busca el interés propio en lugar de valores compartidos. Se abandonan los principios y retornan, exclusivamente, los intereses (como el Reino Unido en su época de esplendor)

Mariano J. Aznar

Viernes, 7 de marzo 2025, 17:37

Durante la primera administración Trump, un recurso tan habitual como cínico de muchos intelectuales de la política, en general, y de la política exterior, en ... particular, era repetir condescendientemente que las declaraciones del presidente debían ser tenidas en cuenta «seriamente pero no literalmente». En su libro 'Miedo: Trump en la Casa Blanca' (2018), Bob Woodward alimenta la idea de que la administración presidencial, la famosa 'Ala Oeste' de la Casa Blanca, deshacía las órdenes presidenciales quitando papeles de la vista del presidente para evitar que los firmara y esperando que olvidara sus exabruptos legislativos. En definitiva, nada edificantes golpes de estado internos cotidianos.

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Trump aprendió de aquello, indudablemente. Y estamos viendo que su nueva administración en nada se parece a aquella llegada desordenada y en continua revisión del primer mandato. Ahora, la aproximación es otra, más evidente, firme y preparada; que se ha ido generando alrededor de una serie de mensajes-fuerza («Make America Great Again»), con unos Estados Unidos más divididos que nunca, pero con 80 millones de votantes convencidos de una sociedad idealizada alrededor del único líder capaz de convertir su nuevo aislacionismo en virtud política. Nada que ver con Wilson o Truman, pero tampoco con Monroe o Reagan. Desde fuera, con una estúpida superioridad, muchos europeos perdemos el tiempo riéndonos de Trump y sus ocurrencias en vez de estudiar seriamente las amenazas que están viniendo de nuestro antiguo socio y aliado.

Parte del problema radica en que la gente se muestra reacia a atribuirle a Trump cualquier tipo de coherencia. Es cierto también que su actitud no ayuda en ello. Sin embargo, está surgiendo una doctrina Trump, especialmente en política exterior. Tiene características claras, contornos definidos y una especie de teoría unificada del conflicto. Como nos recordaba hace unos días Nesrine Malik en 'The Guardian' (de ella tomo parte de este análisis), esa doctrina se caracteriza por una serie de trazos que empiezan a definir un modelo que rompe con la anterior política exterior estadounidense, y no sólo la más inmediata, añado yo.

Esta nueva política exterior de Trump es transaccional, particularmente en lo que respecta a las guerras en las que Estados Unidos participa. Busca el interés propio en lugar de valores compartidos. Se abandonan los principios y retornan, exclusivamente, los intereses (como el Reino Unido en su época de esplendor, ya finada). Nada tiene historia, ni un sentido objetivo de lo correcto e incorrecto. El tiempo comienza con Trump, y su papel es poner fin a las cosas, asegurando algún beneficio adicional para los EE.UU. y sus élites financieras, tecnológicas e industriales (de las que el propio Trump es un advenedizo).

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Ese beneficio es la segunda característica de la doctrina Trump: reduce la política a cuánto cuestan las cosas, cuál es el retorno y cómo puede maximizarse. Trump ve conflictos y ayudas financieras o humanitarias que no han producido nada tangible para EE.UU. Por ello, según Trump, de Ucrania cabría recuperar los fondos desembolsados hasta ahora a cambio de minerales tan raros como valiosos; de la guerra en Gaza se podría rescatar algún tipo de acuerdo inmobiliario; de Groenlandia, el acceso a los recursos en esos territorios y en el Ártico; y en Panamá el control estratégico del Canal, más como operador que como soberano.

Trump se encuentra respaldado por una amplia mayoría de conciudadanos, que jalean sus decisiones

La tercera característica es el desprecio de cualquier noción de «poder blando», algo que se considera costoso, con beneficios cuestionables, abstractos e imposibles de cuantificar. Para Trump, la USAID no sirve ni ha servido para nada, y el poder blando sería un mito, una ficción con la que otros se alimentaban de los recursos estadounidenses. Donde otros ven poder blando, Trump ve un atolladero. Ya no pretende convencer; ni siquiera persuadir, como explicaba Joseph Nye, el seminal teórico del «soft power». A Trump le basta con vencer. El reciente aquelarre contra Zelenski en la Casa Blanca es buena muestra del tipo de crueldad que Trump confunde con poder.

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Otro elemento para considerar en esa política es el respaldo. Con conocimiento de lo que implica o simplemente considerando que el presidente es quien debe decidir sobre cuestiones tan lejanas y desconocidas para el granjero de Iowa, el estudiante 'woke' de Oregón, el jubilado de Florida o el obrero metalúrgico de Ohio, Trump se encuentra respaldado por una amplia mayoría de conciudadanos, que jalean, además, sus decisiones. También lo hacen los estúpidos 'patriotas' europeos. Respaldo que Trump también encuentra en un aparato político, que incluye al Congreso y al Senado, en una concentración de poder que pocos presidentes han tenido.

A todo ello cabría añadir, en fin, la coincidencia en el tiempo con líderes que desprecian el Derecho internacional tal y como ha venido construyéndose desde el final de la Segunda Guerra Mundial, basado en reglas e instituciones, y del que los EE.UU. fueron inspiradores. Trump coincide con visiones paralelas de otros 'hombres fuertes' en Rusia, China, Turquía, Israel, Arabia Saudita o Hungría, pero también en ese Sur Global donde medran Argentina, Irán, Sudáfrica, Venezuela o, incluso, la India. Todos ellos empiezan a tener en común una concepción de la soberanía no como un derecho sino como la capacidad de quienes pueden ejercerla por sí mismos. Es decir, igualdad entre iguales, no igualdad para todos.

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Las características de este enfoque 'trumpista' pueden cambiar, y quizás sean miopes y perjudiciales para la seguridad de EE.UU. Tampoco provienen enteramente de Trump, sino «de la intersección de diferentes corrientes políticas y de la configuración de intereses que lo apoyan y asesoran», advierte Malik. Canalizada a través de Trump, la doctrina adquiere los rasgos de su personalidad: divagante, narcisista, ignorante. Sin embargo, nada de esto debe confundirse con una falta de coherencia subyacente o con la falta de determinación para llevarla a cabo.

No sólo era predecible sino predicho. Anunció sin arrobo sus planes y amenazas. Europa debe reaccionar ya

Coherencia y determinación ausentes en Europa, con una Alemania acomplejada, un Reino Unido desdibujado, una Francia engreída, una Italia apartada, una España dividida; con holandeses e irlandeses negociando, bálticos, polacos, rumanos y nórdicos asustados, húngaros y eslovacos entre dos aguas, y las instituciones comunitarias lejanas y burocratizadas. Está claro que la UE necesita ser decidida en la acción colectiva. Estados Unidos ya no es un socio confiable, si es que lo es en absoluto. Como advirtió Kaja Kallas, alta representante de la UE para asuntos exteriores, «el mundo libre necesita un nuevo líder» y depende de los europeos asumir este desafío. El problema es que nos falta el valor más preciado ahora mismo: tiempo.

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Urge abandonar el ensimismamiento. Esto se veía venir: Trump no sólo era predecible sino predicho. Anunció sin arrobo sus planes y amenazas. Europa debe reaccionar ya. Usar los cerca de 300 mil millones de dólares congelados de los oligarcas rusos y ponerlos a trabajar. Trabajar militarmente con economías de escala, perfeccionar la cadena de mando e invertir decididamente por el I+D+i tecnológico de doble uso. Debe hacerlo con trasparencia y determinación, evitando nacionalismos trasnochados; con eficiencia e imaginación. Y debe hacerlo ya, no mañana.

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