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Tengo pendientes algunos de los últimos libros de Paul Auster y ahora me han entrado ganas de leerlos todos, sabiendo que, por desgracia, ya no publicará ningún otro. Por suerte sus obras siempre quedarán ahí. Para retomarlas, para descubrirlas. Hubo un tiempo en que Auster ... fue una religión. Cada título nuevo se celebraba como un acontecimiento, se devoraba con ansia y se comentaba después con júbilo. Porque este escritor consiguió algo que está al alcance de muy pocos, gustar en círculos muy diversos, acaparar la conversación social, convertir su lectura en casi una obligación.
Eso sucede en contadas ocasiones. Y más cuando hay tanto y tan diferente por leer. Es casi un milagro que un autor logre ese predicamento, que sea capaz de interesar a lectores tan diferentes. Con Auster ocurrió. Me he encontrado 'La trilogía de Nueva York' o 'El libro de las ilusiones' en estanterías que no esperaba, compartiendo espacio con novelas que en principio nada tenían que ver con las suyas.
Yo llegué a su mundo a través de Hector Mann, el cómico de películas mudas que despertó la curiosidad del profesor David Zimmer tras haber perdido a su familia. No sé si fue pronto o tarde, pero todavía recuerdo cómo me enganché a ese relato que era un homenaje al mejor cine y a la mejor manera de contar historias. Lo he recordado tras conocer la noticia de su muerte. He retrocedido más de 20 años atrás, al momento en que me regalaron ese libro (no me acordaba, he visto la dedicatoria al consultar las primeras páginas). He vuelto a las noches en que lo leí, a todas las veces que lo recomendé, a las charlas en las que este título surgía una y otra vez.
Después navegué por su literatura hacia atrás y hacia adelante, por suerte había mucho por descubrir, había mucho Auster por consumir. Y así hice grandes hallazgos. La segunda vez que fui a Nueva York -la primera fue breve y con visitas ya concertadas- me dediqué a merodear por Park Slope, la zona de Brooklyn en la que él vivía, con la esperanza de reconocer su casa, de distinguir algunos enclaves que había citado en 'Brooklyn Follies' o en 'La noche del oráculo' o, quién sabe, de encontrármelo por allí. Nunca lo vi. Lo que sí vi fue la Gran Manzana de la manera en la que él nos la había descrito.
Conocer a Auster significó también conocer a Siri Hustvedt. Su compañera de vida, la nuestra de lecturas. Un tándem increíble. Sus obras dialogan entre ellas extraordinariamente bien. Fue imposible no acordarnos de ella tras saber de su fallecimiento. Imaginamos su desamparo. También es inevitablemente el nuestro.
Auster conectó con una generación. Se proclamó nuestro escritor de cabecera, quien mejor nos hablaba del mundo en el que vivíamos. Y de la pérdida, de la memoria, de la soledad. Eran sus temas, también son los nuestros.
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