La semana pasada, un 18 de abril cualquiera, sin ser Semana Santa, Fallas ni verano, Valencia recibía a 12.000 turistas que habían llegado a bordo de tres cruceros de grandes dimensiones y paraban por unas horas en la ciudad. Cualquiera que cruzase el centro ... se sorprendía por la marabunta de gente que lo transitaba y la cantidad de grupos que perseguían a guías cerca de los monumentos más emblemáticos, como la Lonja, el Mercado Central o la Catedral. Apenas tenían tiempo de verlos, porque los tours suelen adaptarse a las escasas horas libres de estos visitantes, que les dejan poco margen de disfrutar de los lugares en los que se encuentran.
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Es un turismo poco concienciado con los espacios que pisa, porque hoy está en una ciudad, mañana en otra y al día siguiente en otra más, y así es difícil distinguirlas y, sobre todo, saborear su esencia. Es un turismo de check, de bajar del barco para reafirmar que se ha pisado tierra y que se ha conocido una determinada ciudad. Si es que a eso se le puede llamar conocer.
Es un turismo que gasta poco, no porque sea tacaño -que eso ya depende de cada cual- sino porque apenas le sobran minutos para entrar en las tiendas en busca de artículos singulares o para darse un buen homenaje con una comida autóctona.
En 2025 la ciudad recibirá a casi 900.000 cruceristas, según las expectativas navieras. Ya hay quien se echa las manos a la cabeza ante el temor de que Valencia se vuelva un parque temático. Y no les falta razón. La ciudad invadida por masas, que la merodean sin reparar demasiado en ella, sin espacio para pensarla, sin posibilidad de descubrirla como se merece.
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No es algo que sucede solo aquí. Lo estamos viendo en otras capitales, a las que les es complicado controlar este tipo de turismo, ciudades en las que cada vez es más difícil vivir por las secuelas que generan estos viajes a la carrera. ¿Queremos seguir la senda de Barcelona, Tenerife o Málaga, que se han entregado a este modelo y se les ha ido de las manos? El gobierno municipal anterior se manifestó en contra en varias ocasiones pero no hizo nada para frenar esta expansión. El actual no se pronuncia. Todavía no sabemos qué clase de ciudad quiere ser. Aunque por algunas pistas que da no parece molestarle la masificación.
Solo así se entiende que quiera entrar en la palurda competición de las luces de Navidad, en la que se empeñan otras localidades como Badalona o Vigo, con encendidos y despliegues bochornosos, por el horror estético y por el gasto energético que acarrean. Y todo ello en el año de la capitalidad verde. Claro que hay que aspirar a ser referente y a atraer miradas, pero no a costa de todo ni entrando en ligas en los que otros ya juegan desde hace siglos y que, sobre todo, pueden tener un impacto negativo entre los que vivimos aquí. Que no nos olvidemos, somos los que importamos.
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