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Que la economía española va bien lo confirman mes tras mes organismos de diversa índole y las cifras que aportan administraciones de distinto color, por lo que negar la evidencia -como hacen algunas formaciones políticas- solo puede responder a una motivación ideológica. Esta semana el ... Instituto Nacional de Estadística, por ejemplo, confirmaba un crecimiento del 3,2% respecto al año anterior y arrojaba una tasa de paro en 2024 del 10,6%, la más baja desde 2008.
De estos datos tan contundentes solo cabría esperar una respuesta eufórica, una alegría colectiva como si fuésemos hinchas de un equipo que ocupa los primeros puestos en la Liga. Sin embargo no existe una manifestación así en la calle. El sentir generalizado es otro.
La explicación más recurrente para justificar la contradicción es que la crispación y la polarización impiden a mucha gente reconocer la realidad y admirar el buen momento por el que atraviesa el país en el que vive. Suena a fanáticos.
Convengamos que no parece convincente ese modo de actuar más propio de una rabieta infantil. Habría que ir más allá para entender por qué cada vez que se conoce un balance, un recuento de beneficios o una estadística positiva no se celebra con algarabía entre los ciudadanos, si efectivamente estos confirman el momento histórico que atravesamos y las buenas previsiones futuras.
Tiene mucho que ver con que el bolsillo del contribuyente no va tan holgado como se supone que debería en una economía boyante como la española. ¿De qué nos sirven esos tantos por ciento tan excelentes para acaparar titulares si luego eso no se traduce en una mejora considerable de los sueldos y en un acceso más sencillo a bienes básicos como la vivienda para gente de cualquier estrato social?
La percepción es de perplejidad, de que alguien se estará enriqueciendo a nuestra costa, porque hace años que las mejoras en el día a día no se notan. La cesta de la compra sigue encareciéndose y eso merma nuestros ahorros. El precio de los pisos no deja de subir, tanto para los que quieren comprarlos como para los que optan por el alquiler. Lo cual nos impide vivir cómo queremos y dónde queremos. Esas casas que no podemos adquirir las vemos ocupadas por turistas que vienen y van y que seguro que dejan cantidades ingentes de dinero, que ni olemos.
Si a alguien se le ocurre exponer esta queja se enfrenta a reproches como que la población se ha acostumbrado a «lujos» -comer fuera de casa o viajar de vez en cuando- a los que no quiere renunciar. Y uno solo puede extrañarse de que los sacrificios en un país tan solvente los deban hacer los ciudadanos de a pie, los que ocupan el escalafón más bajo de la pirámide social. La economía española tirará como un cohete -como aseguraban estos días algunas crónicas- cuando los beneficios repercutan igual en todos los segmentos.
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