Por norma general desconfío de la gente aparentemente perfecta. Y de las parejas perfectas, las familias perfectas e, incluso, las casas perfectas. Siempre les examino hasta que descubro la grieta por la que descubren cómo son realmente, lo que se esconde tras esa faz impecable. ... No creo en la felicidad absoluta, ni en las relaciones que funcionan en todos los aspectos, ni en las historias en las que no queda ningún cabo suelto. Me resultan ciencia ficción y eso solo lo tolero en el cine y la televisión. El tiempo, además, suele darme la razón y esos castillos imponentes terminan derribándose y desvelando los frágiles cimientos sobre los que estaban construidos.
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En esa misma línea, y por idéntica lógica, me generan recelo las figuras mediáticas de éxito, que aprovechan cualquier oportunidad para demostrar lo inquebrantables, inmaculados e íntegros que son. Se exhiben por redes sociales, en consultorías a las que recurren las empresas cuando atraviesan penurias y también se han colado en los últimos tiempos en puestos institucionales.
Justin Trudeau podría pertenecer a esta estirpe. Al menos a mí siempre me ha provocado esas vibraciones. Comparto con él muchos de los postulados que ha defendido durante su gestión, aunque lamento que con la mayoría de ellos se haya quedado en la teoría y nos los haya desarrollado de forma que impactasen en la sociedad. Eso es lo que le reprocha parte de la ciudadanía canadiense -que muestra una gran desafección por su gestión- y su propio partido, el Liberal -que ha pedido su dimisión por la crisis de popularidad que padece-.
A Trudeau no le ha pasado nada que no hayan sufrido otros líderes occidentales, que en la última década han debido lidiar con el impacto del coronavirus y no han impedido que aumente la inflación y, en general, los costos de vida. El propio Sánchez debería tomar nota de lo sucedido en Canadá. De nada sirven los golpes de efecto si estos no repercuten en asuntos del día a día de las personas, como el acceso a la vivienda o la cesta de la compra. A Trudeau le benefició siempre la fotogenia y la literatura alrededor de él. Pero la magia también se agota.
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Falta por ver cómo gestiona su salida de la actividad política porque tan importante es llegar como saber irse. Y si no que se lo pregunten a Albert Rivera, figuras de esas supuestamente perfectas, que amenazaba con gobernar España y lo que se le pusiese por delante, y terminó devorado por sí mismo. Posiblemente porque detrás de la apariencia de líder infalible se ocultaban unas cuantas fallas. En los últimos días le hemos visto -en una entrevista en un podcast- tildar las pensiones de «estafa piramidal» y dar algunas lecciones sobre economía, que rápidamente han sido respondidas por expertos. A todos estos les convendría gustarse un poco menos y leer más a Neruda.
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