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Vivo inmerso en un constipado continuo. No salgo de un resfriado para entrar en otro. No es que vaya por la calle menos abrigado que en otras ocasiones, ni que el invierno esté siendo más frío de lo habitual. Todo se debe a que he ... incorporado una guardería a mi vida. Y eso acarrea consecuencias que eran difíciles de prever.
Siempre había pensado que estas escuelas eran lugares apacibles, amables, en los que solo sucedían acontecimientos felices. Nada malo podía ocurrir en unos centros dedicados al cuidado y al estímulo de niños, en espacios ideados para dar una tregua a padres arrollados por la energía de sus hijos. Creía que todo lo que viniera de allí sería bueno.
Lo que no suponía es que la realidad iba a ser bien diferente, y que detrás de estas aulas se esconderían laboratorios potenciales en los que se vuelcan todo tipo de virus de los que se contagian los críos. Y que estos después transmiten adecuadamente a sus familiares para comprobar su capacidad de resistencia.
La mía se agota. No puedo más. No recuerdo una semana sin un ataque de tos, sin un día con la garganta en condiciones, ni la última vez en que tuve la nariz despejada. No me puedo separar del pañuelo, ni del ibuprofeno, y tampoco viene mal tener a mano algún calmante estomacal porque uno nunca sabe por dónde puede entrar el virus. Hay que estar prevenido ante un posible ataque. El enemigo no avisa del momento ni la forma en que se aparecen. Ni la munición que trae consigo, preparada para el ataque.
El catálogo de malestares es inabarcable. A veces la cosa se queda en un simple resfriado, pero todo es susceptible de empeorar hasta alcanzar fiebres altas y vómitos. No recuerdo un curso con el cuerpo tan revuelto. Me acerco a la guardería y me entran escalofríos.
Al que hemos escolarizado, por supuesto, es a mi hijo, pero las consecuencias las pagamos los que estamos a su alrededor. Él se recupera milagrosamente de cualquier adversidad, pasa del llanto a la risa con facilidad, varía su estado de ánimo en apenas unas horas. Sus víctimas seguimos convalecientes y no vemos el final del túnel.
Los pediatras tratan de calmarnos, aseguran que es un camino de transición por el que todos debemos pasar, aunque afirman que la virulencia de este año hacía tiempo que no la sufrían. Qué suerte la nuestra. Habrá influido, cómo no, la pandemia que nos asoló y que todas las restricciones que se mantenían hasta hace nada habían impedido últimamente la propagación de virus.
El fin de la mascarilla y de la situación excepcional que atravesamos entre 2020 y 2022 nos ha convertido en seres vulnerables. Y yo me he colocado en primera fila para vivir la experiencia de una manera lo más intensa posible. Porque no es lo mismo contarlo que vivirlo.
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