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Como si no fuese ya de por sí difícil ser uno mismo más lo es intentar ser lo que no toca. Por ejemplo viejo cuando uno es joven y joven cuando uno es viejo. Porque hay decisiones que tienen sentido con 20 años pero no ... con 40. Y al revés. Por más que se hayan inventado términos -viejoven, DILF, MILF- para camuflar o justificar comportamientos que carecen de lógica. Se ponga como se ponga el que los practica. Por más que la edad sea un simple dato que aparece en el DNI conviene no olvidar que las arrugas y canas nos delatan.
Ocurre también con quien se empeña en ejercer de amigo de sus hijos en lugar de padre o madre, como si eso fuera posible. Y lo digo yo ahora que apenas alcanzo a ser guardián, animador infantil o cuentacuentos. Y me paso el día diciendo no te subas ahí, no toques eso, no vayas por ahí. No me quiero imaginar cómo será cuando haya que empezar con negociaciones sobre la hora de llegada, el tiempo de estudio o la conveniencia de montar en moto o en helicóptero. Y esas, por supuesto, no son gestiones que despachen los amigos. Es preferible asumir cuanto antes en cada relación el rol que juega cada uno para no sufrir desengaños. Y aspirar, eso sí, a llevarse lo mejor posible, a alcanzar tratos de la manera más sencilla posible y a ganarse la confianza sin necesidad de amenazas y sobornos. Que a lo mejor es más saludable buscar amigos fuera de casa y dejar dentro todo como está.
Entre hombres y mujeres ha surgido en los últimos tiempos un vínculo, que no es el de pareja y va más allá del que marca la amistad. Me refiero a aquellos que se autodenominan aliados y que a mí me despiertan sospechas. Son los que siempre etiquetan todo, los que se colocan la pegatina primeros en la cualquier manifestación, los que se suben al carro antes que nadie. Se supone que el concepto pretende definir a los sujetos que abrazan las causas feministas, que se unen a las reivindicaciones de ellas, que sienten propios los problemas basados en el género. Y no diré que la causa no es noble, pero no considero fundamental ponerle un nombre. Porque no concibo ninguna relación que no cree alianzas y que no luche para resolver las injusticias y diferencias.
Lo peor de cambiar algunos nombres es que induce a error y solo se consigue con ello que el propósito se disuada. Porque obstinados por parecer colegas de nuestros retoños tal vez se nos olvide lo que ellos más precisan de nosotros. Amigos es posible que les sobren por todos los lados, pero padres no.
Y lo mismo pasa con los aliados que una vez se sacan el título se olvidan de desterrar prácticas, de proponer cambios y de responder con acciones y no solo con intenciones.
Por cierto, este aprendizaje y muchos otros llegan con la edad. Y este es uno de los pocos beneficios que encuentro a hacerse mayor.
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