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Que la Navidad se asoma a nuestras vidas en noviembre -como tarde- es una obviedad. Cada vez se comienza antes a planificar las celebraciones de final de año, a poner a la venta los productos propios de esa época y, por supuesto, a decorar los ... establecimientos y calles de nuestras ciudades. Uno tiene que repasar en qué día vive cuando se topa por primera vez con un reno en la puerta de una tienda o con un Papá Noel colgado de un balcón.
Y luego están las luces. Que se empiezan a colocar prácticamente cuando está acabando el verano, para no quedar rezagados, para entrar en la carrera por ser el lugar mejor iluminado para esa época. La competición en ese sentido empieza a ser delirante.
Es reconocida la rivalidad entre Vigo y Badalona por ser la localidad con las luces más espectaculares para la Navidad. Aunque el alcalde de la primera, Abel Caballero, asegura que él solo compite con Nueva York. Casi nada.
El caso es que se destina una cantidad ingente de dinero y recursos para engalanar farolas, fachadas y monumentos y para ocupar el espacio público con casetas, mercadillos y árboles gigantes. Relativo a esto último Cartes, que está en Cantabria, ha inaugurado esta semana el árbol más alto de Europa, de 40 toneladas de peso, y se presenta con 20.000 metros de luces led. No es un pino ni parecido, es un andamio, pero qué más da. La gente está encantada de formar parte de esta clase de récords y se aglutina a su alrededor para disfrutar de las vistas.
Reconozco que me cuesta entender el fervor que producen estas iluminaciones, que haya tantas personas emocionadas por las bombillas de colores. Durante el puente pasado era imposible caminar por multitud de capitales de España, que ya habían caído rendidas a los adornos navideños. Algunas más comedidas que otras, pero todas logrando un efecto similar, que visitantes y ciudadanos desfilasen de forma masiva por sus centros históricos para contemplar la transformación. En Barcelona la guardia urbana incluso se plantea poner multas a aquellos que se detengan a hacerse selfies, por los atropellos entre viandantes que se están sucediendo. Sería el colmo terminar pagando por un acto así.
Da igual si la acumulación de luces es abigarrada, si peca de mal gusto, si invade espacios protegidos, si puede provocar contaminación lumínica. A nadie le importa. O a pocos. La euforia colectiva se desata tan pronto como las ciudades se disfrazan para despedir el año. Y los que no nos excitamis al contemplar el espectáculo y nos da por pensar en qué se podría haber invertido todo ese dinero que cuesta la iluminación a raudales nos quedamos solos. Una vez más.
Es lógico, por tanto, que los políticos se sumen a esta iniciativa e incluso incluyan en sus programas electorales sus planes navideños. All I want for Christmas is lights.
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