No me gusta el fútbol. No lo considero un mérito ni creo que me haga especial de ningún modo. No es nada nuevo, por otra parte. No es que me haya subido a este carro estos días porque los temas futbolísticos hayan traspasado el plano ... deportivo y copen la crónica política y de sucesos. Ya lo había confesado en otras ocasiones por aquí. Mis desencuentros con este deporte vienen de largo. Me aburre mucho.
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Y no me gusta ni los ambientes que propicia ni mucho menos las furias que destapa. A la gran mayoría (aficionados o no) nos espantan los insultos racistas que se escucharon en el campo de Mestalla el pasado fin de semana y que han copado los informativos hasta convertirse en un conflicto internacional. Pero a nadie, tristemente, le extraña que algo así sucediese.
Los ataques, agravios e insultos son habituales en estos espacios de juego, en los grandes estadios y en los pequeños polideportivos. Algo pasa con el fútbol, que despierta nuestros peores instintos y disculpa comportamientos desproporcionados.
Las competiciones deportivas tienen la capacidad de unir a un país cuando se disputan finales en torneos internacionales. Es algo que no ocurre en otras áreas (como la ciencia o la cultura) cuando distintos profesionales consiguen clasificarse en listas o ser candidatos para premios relevantes. Tampoco se celebran igual las victorias. Las que tienen balones y pelotas de por medio originan alegrías descomunales. Ni se gestionan del mismo modo las derrotas, que suelen ir acompañadas de disturbios y otra clase de alborotos.
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Nada tiene que ver lo que sucede en torno al fútbol con lo que pasa con otros deportes como el baloncesto, el tenis o la Fórmula 1. Y no será porque en estos últimos no haya figuras patrias que levanten afición, como Nadal o Fernando Alonso. Los ataques en partidos de fútbol no tienen parangón con otros encuentros. El pasado domingo fueron claramente racistas y en otras ocasiones, no muy lejanas, han sido homófobos, machistas o relacionados con la diversidad funcional. «Guardiola, hijo de puta», le gritaban el otro día al técnico del Manchester City. «Shakira tiene rabo», se le espetaba a Piqué. Los cánticos de «maricón» a Guti o Michel se convirtieron en clásicos desagradables. La jugadora de Osasuna Karolina Sarasua recordaba por redes que ella le han llegado a decir frases como «puta, si metes la falta, cuando salgas te violamos».
El insulto campa a sus anchas en estos campos. Y se extiende a todos los niveles. Lo hacen aficionados iracundos y hasta padres que acuden a torneos infantiles, donde la violencia verbal se ejerce desde las gradas cuando se falla un gol o una jugada no es afortunada. Tengo muchos amigos que desean que sus hijos no participen en este tipo de actividades para que no se contaminen de entornos tóxicos y no compitan en condiciones nada saludables.
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