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Que la política, o mejor dicho las formas políticas, ha cambiado considerablemente en los últimos años es evidente. Nada tienen que ver los que ocupan ahora los escaños del Congreso con los que pululaban por él hace treinta años. No es extraño teniendo en cuenta ... que todo ha cambiado mucho en las últimas décadas: el entretenimiento, las maneras en las que nos relacionamos, las rutinas de trabajo, los hábitos de vida... y la política. Esto es algo de lo que nos hemos enterado todos, menos Núñez Feijóo.
El líder del Partido Popular se presentó el miércoles en el Congreso de los Diputados como si llegase a ser investido presidente. Que sería lo lógico, sí, teniendo en cuenta que era su sesión de investidura. Pero llegaba a ella sin los deberes hechos, sin números suficientes para lograr su propósito y salvo magia era casi imposible el apoyo de la cámara. Pese a eso él hizo un discurso serio, sereno e incluso constructivo. Plagado de buenas intenciones. Luego la realidad le dio un sopapo para devolverle a su sitio, que de momento (a no ser que la votación del viernes me contradiga) va a ser la oposición.
Al sopapo contribuyeron también Pedro Sánchez y Óscar Puente, que acudieron a las Cortes como dos chulos de manual dispuestos a repartir camorra. Uno induciendo a la gamberrada y otro ejecutándola. Uno repartiendo palos, mientras el otro le reía las gracias. Vimos al que fuese alcalde de Valladolid, con un tono bronco, reprochar al candidato del PP que se hubiese presentado allí a pedir votos, a cuestionar al Gobierno en funciones, a lanzar deseos al aire... Cuarenta minutos de golpes, algunos más altos, otros bajos, que Feijóo y los suyos recibieron con la cara desencajada, aunque trataron de disimularla. No se esperaban ese golpe de efecto de Sánchez, aunque Sánchez sea precisamente experto en golpes de efecto.
Y tiraron a reprocharle sus maneras, su imprevisibilidad, su soberbia. Como si les sorprendiese, como si no fueran conscientes de que la política discurre en los últimos tiempos por marcos cuestionables y que ha cruzado barreras que hace años nos hubiesen resultado increíbles.
El espíritu macarra recorre todas las bancadas, sin excepción. En las propias filas populares encontramos ejemplos claros. O no es macarra que la presidenta de una comunidad autónoma cierre una intervención parlamentaria con un «hasta luego, da igual, paso» cuando la oposición le pregunta por asuntos sanitarios, o que dé órdenes para que impidan la entrada de un ministro en un acto institucional. Eso lo ha hecho Díaz Ayuso. Ella es la estandarte de este estilo. Y le da buenos resultados. No debería extrañarles que le copien. Que incluso les pasen por delante.
Ni a los propios políticos ni a sus votantes, que jaleamos esas actitudes cuando llegan de nuestra bancada como si fuéramos hooligans.
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