Secciones
Servicios
Destacamos
Cuando era pequeño le aseguraba a mi madre que nunca me separaría de ella. Mis hermanas suelen recordármelo porque acabé viviendo a más de 600 kilómetros de ella. «Nunca, nunca», le enfatizaba. No me acuerdo de nada de aquello, era muy crío, pero me lo ... han contado tantas veces que podría reproducir las palabras que decía con gran exactitud. Seguro que estaba convencido de que nadie podría cuidarla mejor que yo, de que me sería imposible pasar el día a día sin tenerla a mi lado, de que no podría valerme por mí mismo sin su ayuda y sus indicaciones.
Luego resultó que sí, claro. Que me di cuenta de que había vida más allá de mi casa y de mi familia, de que me interesaban temas y personas que no iban a pasar por mi salón, de que a los problemas, aunque pareciesen enormes, se les podía encontrar solución. Y de que para crecer y ser uno mismo a veces hay que tomar distancia e incluso faltar a la palabra dada.
Las madres esas cosas no las reprochan. Ni las que prometimos con cinco años -cuando no tenemos conciencia de nada-, ni las que vamos haciendo más adelante -cuando se supone que sí- y no cumplimos. Hay un contrato no escrito en el que se estipula esa capacidad de entender, de transigir, de aceptar, de asumir.
Por supuesto que mi madre nunca me ha echado en cara que me fuese, que quebrantase aquel pacto de permanecer siempre juntos, que la abandonase pese al convencimiento mostrado mientras era solo un niño. Yo nunca me he arrepentido de haberme ido, de renunciar a esa unión inquebrantable, de desechar aquella idea tan firme. A mí manera, con acierto o no, he estado cerca de otras formas posibles aunque existiese una separación física de por medio, he seguido queriéndola como cuando apenas sabía andar, como cuando necesitaba que me cocinasen, arropasen, lavasen y consolasen.
Hace unos años -cuando su salud mental no le había abandonado- se reía cada vez que salía el tema en una conversación. Nunca hizo una broma sobre ello ni se manifestó al respecto. Jamás emitió una opinión en ningún tono, ni siquiera jocoso, por lo que en realidad no he sabido si alguna vez se ha apenado, recordando aquel Mikel inocente que solo tenía ojos para ella.
No había reflexionado tanto sobre todo esto, o no de este modo, hasta ahora. Ahora que es mi hijo, de tres años, el que me dice serio que no quiere que nos separemos nunca, ni siquiera cuando seamos mayores. Ahora es él el que me abraza fuerte y afirma rotundo que no piensa vivir en ninguna parte donde no esté yo. Que es él el que quiere que todo permanezca igual pase el tiempo que pase. «Siempre, siempre», me responde convencido.
Y no dejo de pensar en cuántos kilómetros nos separarán en un futuro. Y en que, sean los que sean, espero que se sienta tan protegido y amado como yo me siento.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.