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Quedo a cenar en un restaurante con unos amigos. Cuando nos toman nota de las bebidas, uno de ellos quiere un vino blanco, pero no especifica cuál. El camarero le pregunta que qué espera del vino. Mi amigo se queda con gesto neutro, le adivino ... el pensamiento y noto que se contiene en su respuesta. Se limita a preguntar si tienen algún Verdejo. Afortunadamente disponen en la bodega y la conversación no va más allá. Estamos en un sitio normal y corriente, vaya por delante, no vamos de maridaje ni nada por el estilo.
¿Qué se puede esperar de un vino? ¿A quién se le ocurre formular algo así? ¿Qué pretende conseguir de sus clientes un hostelero que obliga a sus empleados a decir frases así a quienes se sientan en sus mesas? Porque está claro que algo así no se improvisa, que forma parte de un protocolo establecido.
De un tiempo a esta parte los restaurantes se han empeñado en ser de todo menos lo que deberían ser. Una tendencia bastante extendida es la de proponer experiencias en lugar de menús. La palabra experiencia se ha pervertido completamente. Y buena culpa de ello la tienen aquellos locales en los que uno no sabe bien qué va a comer, porque en lugar de especificar si los platos llevan carne o pescado invitan al comensal a dejarse llevar por su intuición y este no tiene más remedio que tratar de adivinar si detrás de la experiencia montaña hay vegetales o cocina de caza, o si la experiencia rayos de sol propone opciones picantes o versiones afrutadas.
Otra moda que amenaza con contagiarse es la de los restaurantes que parecen ambulatorios porque al que acude se le provee para que manipule algunos elementos según los vayan sirviendo. No hace mucho me pusieron un pan con una jeringuilla aparte cargada de aceite y el otro día lo mismo pero con la salsa del buñuelo que habíamos escogido. Y yo me preguntaba, ¿he venido aquí a comer o a poner inyecciones? ¿En qué momento empezaron a ser necesarios los conocimientos de practicante para saciar nuestro hambre?
Nos hemos acostumbrado a que nos planteen casi cualquier cosa con forma de donut -lo mismo un cocido que un rabo de toro- o a probar churros rellenos de morcilla o de sobrasada, como si fuésemos niños que para tragar ciertos alimentos nos los tuvieran que disfrazar.
Lo que no vimos venir son los restaurantes para hacer terapia, en los que los camareros miden el estado de ánimo y los deseos de sus clientes para servirles un vino u otro, o la carne más hecha o menos. Porque volvamos al principio, ¿qué podía haber respondido mi amigo? ¿Que esperaba que el vino fuese simpático e interesante? ¿Que pretendía pasar una noche loca con el blanco? ¿Que quería ahogar sus penas en él? Una cosa es que hayamos superado lo del mantel de cuadros y otra que tengamos que cenar sobre un diván.
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