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Quién querría viajar en avión pudiendo ir en tren en aquellos casos en que la diferencia de duración del trayecto no sea excesiva? ¿A qué viene este revuelo por la posible prohibición de vuelos cortos? Volar es incómodo y ni los aeropuertos ni las compañías ... aéreas se esfuerzan para ponérnoslo más fácil. Colas kilométricas, controles imposibles y espacios hostiles son algunos de los desalentadores escenarios con los que nos topamos cuando nos disponemos a iniciar un viaje por el aire.
Cada vez que me enfrento a un vuelo siento que me están perdonando la vida todo el rato. Desde que llego al aeropuerto hasta que salgo en el de destino. Si en las cintas de seguridad se te olvida sacar algún elemento líquido de un bolso te riñen, si para pasar el escáner no colocas adecuadamente el ordenador en una bandeja distinta al resto de los objetos te riñen, si no te has quitado los zapatos porque has considerado que no tienen altura como para llamarlos bota o botín te riñen, si te sientas en el suelo mientras esperas a que salga tu avión porque no queda ningún sofá libre y no quieres consumir nada te riñen, si en el embarque te equivocas porque intentas acceder cuando aún no han llamado a tu grupo te riñen, si bajas la ventanilla durante el despegue porque te molesta el sol te riñen, si dejas el abrigo o la mochila en el compartimento de equipaje en vez de debajo del asiento te riñen, si dos personas coinciden en el pasillo para ir al baño te riñen, si se pierde la maleta y protestas te riñen.
El aumento de ofertas de vuelos y la proliferación de compañías 'low cost' concede cierta impunidad en comportamientos y prácticas discutibles. Hemos normalizado cambios de horario en el último momento, cláusulas abusivas e incluso sobre reservas de pasajes que pueden dejarte en tierra. Y eso deberíamos mirárnoslo.
La experiencia en el tren, por contra, es bastante más agradable. Aunque todo puede cambiar. Los retrasos y averías cada vez más frecuentes en las líneas de alta velocidad amenazan con malograr esta buena imagen.
El tren está mucho más romantizado. El traqueteo incita al reposo y a la calma y la disponibilidad de las butacas activa nuestra imaginación e invita a la interacción. Todo es más sencillo desde que llegas a la estación y cuando montas en el vagón. No se requieren esperas innecesarias, no suele haber problemas con el equipaje, es posible cambiar de asiento sin sacar la billetera, nadie te impide acudir a la cafetería o a otros emplazamientos en cualquier momento y la puntualidad está prácticamente garantizada.
Esto ya lo pensaba yo antes de que se pusiese de moda el 'Flight Shame', el movimiento que aboga por minimizar los viajes aéreos por conciencia ecológica. Y antes de que entrase en el debate político, que al parecer nubla cualquier sentido común.
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